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Barbadense armado de los caucheros. |
Ana
Pizarro / Universidad de Santiago de Chile, Chile
Un
discurso a tres voces
La Amazonía ha
sido desde los inicios una construcción discursiva y es sobre esta construcción
que se han implementado las políticas que conducen hasta su condición actual.
De allí la importancia de hacerse cargo de los discursos que la conforman; la
necesidad de ponerlos en evidencia, de situarlos en sus elementos y en su lugar
de enunciación. Se trata en primer lugar del discurso fantasioso del primer
ocupante europeo, que viene buscando El Dorado, el País de la Canela o la Fuente de la Juventud Eterna y
que, desde allí, mira tanto al medio geográfico con que se encuentra como al
habitante originario de la
Amazonía. Es un discurso que habla desde un imaginario que se
trae y que pertenece a la
Antigüedad y la
Edad Media europeas. De allí surge el perfil de seres
fantásticos como las amazonas o el iwaipanoma. A éste sucede el discurso del
viajero científico, que adelanta el positivismo y que, con mirada experimental
y obsesivamente instauradora de un orden del conocimiento –el que había
descubierto Linneo–, proyecta en la región la mirada dicotómica de la
modernidad: observando, clasificando, anotando, difundiendo, informando a las academias
de ciencias de las metrópolis.
Un
tercer tipo de discurso nos interesa abordar aquí: el de la explotación del
caucho. Es un discurso complejo, en que los imaginarios naufragan y los
prejuicios de la modernidad se vuelven porosos, se tensionan y a veces
explotan. Es el discurso de quienes ponen en evidencia el horror que está en
uno de los pilares del salto tecnológico de fines del siglo XIX y comienzos del
XX: la extracción del caucho, la siringa, el látex, que posibilitará las telas
y los zapatos impermeables diseñados para la reciente vida urbana de los
grandes centros metropolitanos. El discurso del caucho, definitorio de la
historia amazónica, tiene en realidad varias voces. Es un discurso que se
construye en movimiento, en oposiciones, en el marco de situaciones aleatorias
que lo complejizan y lo oscurecen, como es el de las diferencias geopolíticas y
de delimitación de fronteras entre los países del área del seringal: Brasil,
Colombia, Perú, Bolivia. La relación con el mundo económico europeo adquiere
nueva carta de ciudadanía con la incorporación de los capitales ingleses.
Para
quienes disfrutaban del París de los Trópicos, como las mujeres que jugaban con
el abanico en la explanada del Teatro de Manaos, esta realidad era tal vez
desconocida, o tal vez era mirada con despreocupación, sentida como el precio a
pagar por traer la civilización a un lugar tan salvaje. Para los gobiernos se
trataba de colonizar bajo el argumento del Estado-nación. Pero los discursos
del caucho, de las caucheras, del trato a los trabajadores del caucho y a los
indígenas, es un discurso construido en una dinámica muy tensa principalmente
por tres voces. Se trata por una parte de las voces del poder: la de los
“coroneles da borracha” o “barones del caucho”, para quienes se trataba de
actuar y darle socialmente un sentido a su acción. La situación era diferente
para quienes percibieron el trabajo de las caucheras como intelectuales, en el
lugar mismo de los hechos históricos, y elaboraron de esta experiencia textos
de diferente registro: documentalismo, ensayo, ficción novelesca. Por último,
están las voces reconstruidas de quienes fueron las víctimas: los seringueiros.
Los
barones del caucho
Observemos,
en primer lugar, la constitución del sujeto del llamado “barón del caucho”.
Jesús San Román describe de esta manera el origen de esta función social para
el caso de Loreto, en el Perú:
Llegado ordinariamente de San Martín, de
alguna otra de las regiones del Perú, o también del extranjero, el aspirante a
cauchero se presentaba a alguna de las casas comerciales que, en el caso de la
selva peruana, tenían generalmente su central en Iquitos y pedían habilitación.
Era suficiente tener una buena reputación para obtener dinero o mercadería por
bastantes miles de soles. El nuevo “habilitado” comenzaba a “enganchar
trabajadores”. Una vez conseguido el número necesario se internaba en la selva,
buscando los lugares inexplorados. Abría senderos, señalaba los árboles
productores y se instalaba. El patrón cauchero distribuía el trabajo entre los
peones, dando a cada uno su labor y repartía la mercadería, también en forma de
habilitación. Abría sus libros de cuentas que le han dejado tan triste fama y
tomaba el papel de inspector, y también de verdugo (San
Román, 1994: 151-152).
Los
“barones del caucho” instalaban un nuevo escenario: el de una pretendida
modernidad. Ellos representaban los valores de la “civilización” y el
“progreso”. Es interesante que, incluso cuando nos aproximamos a los textos que
hablan de ellos, observamos que se los define con epítetos grandilocuentes como
“Caballero de la Selva”
o “valiente y caballeroso cauchero”, como lo hacen los anónimos editores de El verdadero Fitzcarraldo ante la Historia,
obra del peruano Zacarías Valdez Lozano (1944: SP).
Valdez
Lozano los caracteriza como “desbravadores”, hombres que establecían su orden
por medio de las carabinas Winchester, que “constituían el único código para
imponer la ley del más fuerte, como andando el tiempo se hizo ley del cauchero”
(Valdez Lozano: 22). Una concepción absolutamente fáctica de la Historia preside la
construcción de este sujeto, como preside a este último texto, que pretende
establecer una historia “basada en hechos concretos y verídicos”, según anota
el autor (Valdez Lozano, 1994: 2). La historia, entonces, es una secuencia de
hechos que encierran su propia objetividad: no hay interpretación de ellos, no
existen los subtextos, otra posible lectura que la de los propios valores que
proyecta en su ordenamiento el sujeto que la enuncia. Es por ello que los
editores hablan de “narraciones basadas en la tradición exacta y justa”, es
decir la justeza y la interpretación que constituyen su propia interpretación
(Valdez Lozano, 1944: SP).
En
este marco, los desbravadores fueron “hombres de empresa y de visión para el
futuro (que) abrieron a la civilización” el espacio salvaje (Valdez Lozano,
1944: SP). Es importante en ello la función de la noción de “civilización”: la
bandera de Occidente que será la justificación de la propia barbarie, asentada
en los principios de la razón. El hombre moderno es el que se sustenta por sí
mismo a partir de su propio raciocinio, ya alejado de cualquier dependencia
teológica. El cauchero expresa su modernidad con su gesto individuante, con su
épica personal “para que la posteridad admire sus hazañas llevadas a cabo como
uno de los más grandes pioneros de la
Selva” (Valdez Lozano, 1944: 13).
De
este modo, la descripción de la vida de los desbravadores es vista por quienes
participan de este discurso como una épica colectiva. Esta perspectiva es
compartida por el cearense Diogo de Melo:
Pela manha, todos os homens competentes da
caravana, desembarcaram da terra onde iam aquele dia iniciar suas actividades
aventureiras, naquelas plagas desertas, onde tudo era tao diferente para eles,
porém a natureza exuberante onde a opulencia da flora porfiava com a grandeza
da fauna, convidando-os para com ela se unirem num esforço comum, para naquele
dia, començarem os alierces do edificio de uma nova civilizaçao que iria aos
pocos, denominando as agruras da selva, aparentemente indomable
(Melo, 1994: 93).
La
dualidad civilización-barbarie preside pues el discurso, justificándolo. Se
trata aquí de una “nueva civilización”, no por ser diferente de la del
Occidente cristiano sino por haber sido instalada en un lugar diferente, en
principio “vacío”. Los estandartes de la civilización son suficientes para
actuar frente al que está fuera de su círculo. “El código de la selva
aconsejaba obrar de esta forma”, afirma Zacarías Valdez (1944: 6). Por eso se
justifica la superioridad de Fitzcarraldo, que proyecta el enunciado de Valdez
frente a la defensa indígena de su territorio: “Notando la indignación que
había causado a los caucheros esta nueva alevosía de los salvajes, Fitzcarrald resolvió castigarlos y
dispuso atacarlos en su población que se hallaba poco aguas abajo del Sutilija”
(Valdez Lozano: 18; las cursivas son mías). Debe observarse además que este
castigo es ejemplarizante: quiere responder al efecto de la acción de los
indígenas en la mirada de los caucheros.
El
mismo raciocinio preside la declaración que el cauchero Julio César Arana
presta ante el Comité de Investigación de la Cámara de los Comunes frente a las acusaciones de
que es objeto por maltrato a los indígenas que desarrollaremos más adelante.
Como un modo de enmarcar en una situación justificatoria sus acciones, afirma
la condición de salvajismo de los indígenas y su situación de atacantes:
Fue entonces que por primera vez la oí
decir que los indios en el Igaraparaná y en el Caraparaná habían resistido al
establecimiento de la civilización en sus regiones. Efectivamente, habían
estado resistiendo por muchos años, practicaban el canibalismo, y, de vez en
cuando, asesinaban colonizadores blancos, pero desde el año 1900 los indios se hicieron
más tratables, y un sistema de intercambio de las gomas extraídas por los
indios y mercaderías europeas, se desarrolló entre ellos y los referidos
establecimientos. Desde entonces mis negocios en el Putumayo aumentaron
gradualmente, pero con lentitud (Arana, 1913: 8).
No
queda duda, entonces, sobre la función comercial que tiene el llevar la
“civilización” a los indígenas. La repetida historia de Próspero y Calibán, tan
presente en la cultura y la literatura latinoamericanas: los indígenas no son los
atacados en sus propios territorios sino que son los atacantes de los
extranjeros. La condición de caníbales no ha sido documentada. Del mismo modo,
en el texto del cearense Mario Diogo de Melo, la deslegitimación del trabajador
cauchero está dada a partir de elementos de su vida personal. Durante el viaje,
dice, la embarcación
Ia atracando nos mesmos portos que atracara
na subida para embarcar a produçao dos “aviados”, bem como os trabalhadores da
selva, que, na sua mayoría, ia passar um ou dois meses na cidade, gastando com
orgias, tudo que ganharam durante o ano, com tanto sacrificio
(Melo, 1994: 39).
La
condición civilizatoria va unida en la construcción del sujeto cauchero a la
noción de Patria, cuya valoración está unida a un momento de construcción y
afirmación de las naciones, más aún dentro de un espacio en donde las fronteras
están siendo demarcadas y en un momento de tensiones políticas con los países
limítrofes. En este marco, la afirmación patriótica adquiere también una
función justificatoria. Estos individuos de la modernidad, llevan a los lugares
recónditos la civilización occidental y al mismo tiempo amplían las fronteras
de la Patria.
Los capitanes del caucho, como Fitzcarrald,
por donde iban, formaban verdaderos ejércitos de caucheros aguerridos,
valientes, impulsados por esa agitación q’ (sic) arrastró masas humanas que
recorrieron los bosques amazónicos de un extremo a otro sin dejar un solo punto
inexplorado (Valdez Lozano, 1944: 13).
La
gesta cauchera incorpora los símbolos de la Patria, con P mayúscula: “En este lugar se plantó
también la bandera nacional” (Valdez Lozano, 1944: 24). Todo esto coincide
entonces en su sentido y justificación: eran los “primeros tiempos que se
comenzó a elaborar un nuevo concepto de civilización
y de progreso a la
peruanidad en esas inmensas y ricas regiones” (Valdez Lozano, 1944:
11; cursivas mías). Por esta misma condición de apertura de nuevos espacios
para la nación es que se les llama “aqueles valorosos bandeirantes amazônidas”,
ellos han llevado a cabo la “obra de um brasileiro útil a Pátria” (Melo, 1994:
135). Bandeirantes, como los primeros que abrieron, en el siglo XVI,
esclavizando y asesinando, los territorios del Brasil.
El
sentido de la Patria
es también utilizado: frente a cualquier ataque o crítica a los peruanos, se
acusa a quien lo esgrime el carácter de agente del gobierno de Colombia.
Civilización,
Patria, Progreso. La tríada es representativa de la corriente de pensamiento
positivista que preside gran parte del siglo XIX, buena parte del XX y da
también sustento a la forma que adopta la modernidad latinoamericana en su
versión amazónica.
Sin
embargo, el espíritu del dinero, el gran motor de la gesta civilizatoria,
pareciera no estar presente en esta versión de la historia. Aparece de soslayo,
como en la declaración de Arana que vimos más arriba. En el relato de Valdez
Lozano aparece como valor, al final del relato. Se trata del bautizo de los
hijos de Fitzcarrald que lleva a cabo su amigo y barón del caucho boliviano
Nicolás Suárez, luego de la muerte de aquél. Dice el texto:
Con este motivo se llevó a cabo una fiesta
que dejó gratos recuerdos en todos los que asistieron por la suntuosidad de la
que se hizo gala y el derroche que como nunca se puso de manifiesto
(Valdez Lozano, 1944: 44).
Esta
dimensión, que da al momento de placer valor por el derroche puesto en
evidencia, es en el texto lo que el Teatro Amazonas de Manaos es a la historia
del caucho: el fausto, el derroche, el despliegue insolente del dinero producto
del trabajo esclavo de los seringales.
Sin
embargo esta modernidad aparente que construye al sujeto barón del caucho, al
coronel de barranco, se articula con los elementos propios de rémoras
precapitalistas o coloniales, como es el sistema de aviamiento y el trabajo esclavo.
El barón del caucho se aprovecha de los elementos que produce la modernidad,
sostiene este discurso y asienta al mismo tiempo su quehacer sobre estructuras
económicas y sociales precapitalistas. Se trata, pues, de una modernidad
contrahecha, de una modernidad bastarda. En el barón del caucho la construcción
de sí mismo es la de un sujeto bastardo.
Los
intelectuales
El
segundo discurso sobre el que nos detendremos es el de los intelectuales. Vamos
a aproximarnos a los textos de estos últimos, ya que ello nos permite situar
históricamente el problema. Leerlos es observar la mirada crítica y percibir la
emergencia de la voz que denuncia.
En
primer lugar está el ensayo del brasileño Euclides da Cunha con A margen da história1,
texto póstumo de 1909 que anuncia lo que al parecer quería ser un relato épico,
de título Paraíso perdido,
un relato como Os Sertões pero relativo a la Amazonía. Éste es el resultado
de su participación como miembro de la expedición de la Comisión de
Reconocimiento del Alto Purus del gobierno del Brasil. Luego está el informe
del peruano Carlos A. Valcárcel, El
proceso del Putumayo y sus secretos inauditos, publicado en Lima en
1915. El escritor intervino como juez en el proceso del Putumayo, que realiza
un fuerte cuestionamiento a las relaciones de trabajo y el papel de los
capitales ingleses en el río Putumayo. En tercer lugar el colombiano José
Eustasio Rivera –el más conocido de ellos a nivel internacional–, con la novela
La vorágine,
de 1924, que, luego de un par de viajes a Casanare y a través del Orinoco a
Fernando de Atabapo, incursiona en el Guaviare e Inírida como miembro de la
comisión de Límites del gobierno de Colombia. Allí conoce la situación de los
caucheros en la zona venezolana, colombiana y peruana, tema que va a dar lugar
a la construcción de su ya clásica ficción.
À
margem da história, de Euclides da Cunha, tiene una forma de
expresión ensayística. A través de este género emerge la tonalidad de la
denuncia. En su mirada, la diferencia entre cauchero y seringuero no alude a su
condición de trabajo como a su relación con el medio físico, lo que lo hace
admirar al primero en desmedro del segundo: el uno en su condición nómade,
libertario que no vuelve atrás sobre sus pasos; el segundo atado a su estrada y a una
condición de la que no logra evadirse. Para Euclides, el problema es del
individuo y de las capacidades que logra desarrollar, más allá del medio, el
sistema o la historia. Lo que toca su sensibilidad es la capacidad épica de la
individualidad, no su situación, la belleza de su gesto más allá de su
eficacia.
En
Euclides, el medio, la naturaleza, entran también como sujeto, con la densidad
instauradora de un universo de fuerzas tectónicas. Él los observa con ojo
científico, los analiza con emoción y envuelve al lector en el ritmo épico de
las savias y los crecimientos. La
Amazonía para él es presente, “Terra sem História”,
inmensidad en donde la mirada “se abrevia nos sem fins daqueles horizontes
vazios e indefinidos como o dos mares” y en donde el hombre “é ainda um intruso
impertinente” (da Cunha, 2003: 34). La lente cientificista de Euclides, hijo
del positivismo, como sabemos y como queda en evidencia en la épica
deslumbrante de Os sertões, interviene el lenguaje, que no pierde por ello la
fuerza lírica:
(A Amazonía) Nasceu da última convulsão geogênica que sublevou os
Andes, e mal ultimou o seu processo evolutivo com as várzes quaternárias que se
estão formando e lhe preponderam na topografia instable (da Cunha,
2003: 35-36).
Asombrado
por el río y su sistema hidrográfico, su movimiento interno, al que dedica
largos párrafos, Euclides concluye: “Tal é o río, tal, a sua história: revôlta,
desordenada, incompleta” (da Cunha, 2003: 45).
Tal
es el río. Pero aquella naturaleza soberana y brutal, en plena expansión de sus
energías, es una adversaria del hombre. Así, este hombre, en la mirada del
brasileño, evidencia una carencia pecaminosa de atributos superiores, una falta
sistemática de escrúpulos, un corazón débil para los errores. A lo cual la
naturaleza incide con su influencia climática –está hablando Euclides, el
positivista– en su falta de voluntad y egoísmo, en la súper excitación de las
funciones psíquicas y sensuales, la debilidad de las facultades, comenzando por
las más nobles. Esta imagen que preexiste en su ideario positivista al
encuentro con el seringueiro, traspasa la imagen de éste, evidentemente, y así
le ve aceptar con su cuasi armoniosa “gagueira terrível de Calibã” (da Cunha,
2003: 53) la imposibilidad de salir del sistema de “enganche”, del “aviamiento”
que lo esclaviza para la vida entera. Da Cunha denuncia sin embargo del
seringalista brasileño, del cauchero peruano, las condiciones de sobrevivencia
y de vida: es un hombre que trabaja para esclavizarse.
En
esta situación deslinda responsabilidades: cabe por una parte al hombre, por su
incapacidad propia y por otra parte por la limitación que le proyecta la
naturaleza, el peso de su infortunio. Pero también denuncia al sistema que lo
esclaviza. Euclides describe el trabajo del seringal: la construcción de
“estradas” que separan los grupos de árboles, la recolección y entrega a un
capataz –el “muchacho de confianza”–, el castigo por no traer suficiente goma,
la imposibilidad de cambiar de lugar sin pagar la deuda que se contrae. Es una
deuda que comienza desde Ceará, en el caso de los nordestinos migrantes y no se
detiene en la entrega de las herramientas y de lo mínimo necesario para subsistir
–una cacerola, una carabina Winchester, porotos, sal, arroz– por tres meses. El
escritor informa, hace las cuentas que el seringueiro no puede hacer por su
ignorancia y por la malicia de los jefes, y concluye: aun cuando su gasto sea
mínimo, no podrá pagarlo, “raro é –dice– o seringueiro capaz de emancipar-se
pela fortuna” (da Cunha, 2003: 52).
Aproximándonos
un poco al texto, más allá del marco enunciativo de principios positivistas con
que se visualiza al trabajador del látex, un perfil humano, doloroso pero
admirable en ese enfrentamiento con la naturaleza y las condiciones que le
impone, tensiona el discurso euclidiano.
E vê-se completamente só na faina dolorosa.
A exploração da seringa, neste ponto pior que a do caucho, impõe o isolamento.
Há um laivo siberiano naquele trabalho. Dostoïewski sombrearia as suas páginas
mais lúgubres com esta tortura: a do homem constrangido a calçar durante a vida
inteira a mesma “estrada”, de que êle é o único transeunte, trilha obscurecida,
estreitíssima e circulante, que o leva, intermitentemente e desesperadamente,
ao mesmo ponto de partida.
Y
culmina su observación:
O seringueiro
é, obrigatòriamente, profissionalmente, um solitario (da Cunha,
2003: 89).
Hay
una fuerza en este destino trágico que Euclides no tematiza pero que está
patente en la tensión enunciativa y que se expresa cabalmente en ese magnífico
ensayo de A márgem da história que se llama “Judas Asverus”. Su predilección va
a los caucheros, los del lado peruano, trabajadores por cuenta propia que extraen
cortando los árboles, a diferencia de los seringueiros, que los exprimen sin
arrancar:
Dêste modo o nomadismo impõe-se-lhes.
É-lhes condição inviolável de êxito. Afundam temeràriamente no deserto;
insulam-se em sucessivos sítios e não revêem nunca os caminhos percorridos.
Condenados ao desconhecido, afeiçoam-se às paragens ínvias e inteiramente
novas. Alcançam-nas: abandonam-nas. Prosseguem e não se restribam nas posições
às vêzes àrduamente conquistadas (da Cunha, 2003:
101).
Entre
estos hombres fuertes, que admira el escritor brasileño, y los expoliados de
las estradas, de quienes no perdona la sumisión, hay una jerarquía.
Civilización, barbarie: la dualidad preside los principios, pero tensiona los
lenguajes al aproximarse a la realidad. El cauchero no sólo es un tipo inédito
en la Historia,
dice, es sobre todo antinómico y paradojal, es un civilizado que se barbariza,
de una brutalidad elegante, de galantería sanguinolenta; es, en la mirada de
Euclides, el héroe de una tierra sin ley.
El
discurso del escritor brasileño no tiene imaginería previa: tiene principios
con los que quiere medir la realidad y el resultado es un lenguaje que, siendo
aparentemente denostador, humaniza la supuesta barbarie del trabajador del
látex, tanto en su intento descriptivo del universo real y simbólico de ellos
como en su denuncia. El seringueiro rudo, dice, no se rebela, no blasfema, no
abusa de la bondad de su dios con peticiones. “E mais forte, é mais digno.
Resigno-se á desdita. Nao murmura. Nao reza” (da Cunha, 2003: 118-119). Tiene
la convicción de que Dios no puede bajar, ensuciándose, en medio de aquellas
matas. La celebración que muestra en “Judas Asverus” es una pieza maestra. El
Judas construido de paja, ramas y restos de vestimenta es lanzado al río de
pie, en una embarcación. Desde los bordes, la muchedumbre lo apedrea,
proyectando en él su suerte, hasta destruirlo. Pero la lectura de Euclides es
conforme a sus principios. La sensación de triunfo que él ve en la muchedumbre
tiene también otras lecturas simbólicas y el castigo tiene sin duda en su vida
como destinatario a otros culpables.
La
lectura –euclidiana– de la vida en los seringales del Alto Purus tiene pues un
tono de denuncia y una propuesta que pide la urgencia de medidas que salven a
esta sociedad, una ley del trabajo, una justicia austera, y una forma
cualquiera de “homestead”, dice, que lo vincule a la tierra.
Su
denuncia se consolida en la descripción de las condiciones de trabajo en un
medio majestuoso que también es hostil. Como la de Valcárcel, está lejos del
panfleto. Si en éste, como veremos, el tono se logra con la descripción, la
explicación, la historia y las pruebas concretas, en Euclides da Cunha la
construcción es diferente. Más allá de la información precisa y los datos
concretos, lo que hace es interpelar al lector a partir de la pulsión estética
en la construcción del lenguaje. La
Amazonía, el río, la selva invaden a su interlocutor, como lo
invade la ternura en el episodio de “Judas Asverus”. Aquí no hay imaginario
previo, hay principios, pero la realidad se encarga de proyectarles porosidad
en la escritura.
El
segundo texto, El proceso del Putumayo y sus secretos inauditos, fue
escrito por un joven abogado de 32 años, Carlos A. Valcárcel, y publicado en
1915, algún tiempo después de su escritura, por el acoso a que fue sometido su
autor: imputaciones, persecuciones, juicios.
Se
trata de un relato que narra, denuncia y muestra los documentos de los juicios
del Putumayo para dar instrumentos probatorios a su testimonio. Éste juicio se
abre con motivo de las denuncias de un periodista peruano, Saldaña Roca, en
Iquitos y en Lima. Ellas se refieren al trato y los crímenes cometidos por la
empresa del peruano Julio Arana, en propiedades de los afluentes del río
Putumayo llamadas “La Chorrera”
y “El Encanto”, en contra de los “pobres y desvalidos indios” (Valcárcel, 1915:
3). Allí denuncia el autor los delitos de estafa, robo, incendio, violación,
estupro, envenenamiento y homicidio, agravados éstos con los más crueles
tormentos, como el fuego, el agua, el látigo y las mutilaciones.
Las
denuncias del periodista peruano no tuvieron demasiado efecto en un sistema
dominado por el poder de Arana. Poco después, un estudiante norteamericano,
Walt Hardenburg, luego de un viaje aventurero por la zona –“paraíso del
demonio”, como la llamó–, publicó en Londres, sede de la compañía de Arana y
por lo tanto con implicaciones en el asunto, su denuncia. El escándalo tomó
entonces en 1909 un cariz internacional y el gobierno inglés se vio obligado a
hacer una investigación, impulsado también por la Sociedad Antiesclavista
y de Protección de los Aborígenes.
Este
discurso es poco conocido en el continente y también fuera de él. Normalmente,
la historia escrita, la memoria oficial, recoge la tendencia hegemónica, es
decir, la voz que en el juicio concreto de la época y de la consideración
general de los hechos, resultó como la voz de la verdad. Sin embargo, en este
caso, la voz hegemónica, la voz oficial de los tribunales de justicia a nivel
internacional resultó siendo invisibilizada. Entonces, una de las situaciones
más dramáticas de la historia de América Latina y en concreto un episodio
fundamental en la destrucción del mundo indígena en la Amazonía ha sido eludido,
silenciado, acallado, de modo que no se recuerda sino levemente el problema
suscitado. Es una situación no discutida ni actualizada por la investigación
histórica si no es por escasos estudiosos de la Amazonía. Recién,
con el esfuerzo del grupo de investigadores de Monumenta Amazónica, se
comienzan a reeditar los textos, que eran inhallables. Ahora bien, si en la
historia de América Latina esta área prácticamente es inexistente, tanto más lo
es un episodio que quiere ser invisibilizado en la memoria de la región.
El
5 de noviembre de 1912, la
Cámara de los Comunes dio el golpe final a los negocios de
Arana y abrió la investigación que tuvo repercusiones evidentemente en el
gobierno peruano. La implicación del poder judicial y el político con el poder
de Arana no era poca, y en su deslinde entran en conflicto otros problemas
internos a la zona, como las disputas de límites con Colombia y con Brasil. El
escándalo era internacional, pero:
É importante assenalar, para comparação con
outros casos semelhantes, que todas essas medidas serviram para dar celebridade
ao duque de Nolfolk, a Roger Casement, ao própio Hardenburg, mas influiu muito
pouco na vida dos índios do Putumaio (Souza, 1994:
133).
El
joven Valcárcel conoce los documentos del proceso a Arana como juez. Ha sido
acusado en su labor de favorecer las aspiraciones de Colombia y de apoyar al
gobierno inglés. Su texto es, entonces, una defensa triple: de los indígenas
que trabajan en la empresa de Arana; del gobierno de Billinghurst, el gobierno
peruano; de sí mismo como juez. Es por esto que su texto asume el tono
declarado de la veracidad, a partir de las pruebas documentadas, las pruebas
actuadas por el proceso. Escribe Valcárcel: “Voy, pues, a decir toda la verdad,
en este desgraciado asunto, la verdad desnuda, sin eufemismos ni reticencias”. Está
en la convicción “que haré un servicio a mi país”, anota, porque en la
internacionalización de esta historia “se confunde al Perú con unos cuantos
funcionarios delincuentes, y con algunos criminales” (Valcárcel, 1915: 2).
Valcárcel
habla, pues, desde una situación de enunciación de ciudadano acusado de
traición, de patriota peruano y de humanista en defensa de la justicia, en
concreto de los indígenas. Lo que el sujeto de la enunciación reivindica no es
solamente el establecimiento ético de su lugar en la conformación del relato de
los hechos, no sólo su condición patriótica y no sólo su defensa de los
indígenas. Su discurso adquiere la angustiosa tensión de quien pone en
evidencia una realidad que no quiere aceptarse como lugar de la verdad ni de la
memoria. La tensión de mostrar hechos a una estructura de poder que quiere
invisibilizarlos. Es por eso que finalmente el relato de la historia se cierra
con tono de reafirmación:
La matanza de los treinta indios antedichos
pertenecientes a las naciones (sub-tribus) de los ‘Puineneses’ y ‘Renicuenses’,
está pues acreditada: 1º por la confesión de uno de los asesinos; 2º por
declaraciones de testigos presenciales; y 3º por el reconocimiento del cuerpo
del delito; y según la legislación del Perú como la de todos los países cultos,
no se necesita más para dar probado un crimen (Valcárcel, 1915:
34).
En
esta afirmación es evidente la voluntad de construcción nacional y su
formulación sintetiza las tres funciones del sujeto que enuncia. En su
detallada exposición de los crímenes, el tono de Valcárcel no es menor, pero su
discurso procede por acumulación de los hechos criminales y de las astucias
para soslayarlos. La exposición quiere responder, en su pormenorización, a
poner en evidencia no sólo el horror, sino las inagotables patrañas de que se
vale el poder criminal para evadir la justicia, lo que es un mecanismo que
conocemos en América Latina.
El
tercer texto, el último que referiremos aquí, es conocido por todos nosotros
desde la infancia: se trata de la novela La
vorágine, del colombiano José Eustasio Rivera, de 1924. La
narrativa de Rivera, también en Comisión de Límites, surge del conocimiento de
las zonas fundamentalmente colombiana y venezolana. La vorágine ficcionaliza su experiencia con
un curioso dejo de modernismo tardío que salpica el lenguaje narrativo de
invocaciones con diálogos de corte regionalista, con un protagonista que tiene
una mezcla de malestar finisecular –el que enfrenta a la urbanización naciente–
y más que decidir su vida es conducido por un destino que sólo le depara
desgracias. Es así como se llega a encontrar en medio de los caucheros y el
narrador da cuenta ficcionalmente de sus formas de vida en medio de la selva.
Esta
novela ha sido tradicionalmente leída como un icono de la novela de la selva.
Al volver a ella, después de muchos años, tuve una lectura diferente. Me parece
que el centro constructor de lenguaje ficcional tiene que ver con la vida de
violencia, injusticia y horror de los caucheros. La selva, en una magnífica
construcción discursiva, tiene aquí un papel funcional a este centro. El héroe
es un personaje romántico-modernista cuya actitud de vida es la insatisfacción.
La estrategia narrativa entrega su narración como un diario de vida, un relato
de su existencia en medio de la violencia del mundo del caucho, los caciques
regionales y los capataces. La selva aquí tiene poca autonomía –mucho menos que
en el texto de Euclides–, aunque enorme magnificencia.
Ella
se construye en un discurso de consonancia con el universo social complejo y
enmarañado del caucho –el poder, el robo, el crimen, el estupro– que le
proyecta su tono. El tránsito por caños y tributarios, el Vaupés, el Yurupari
el Caroní, no producen con su presencia el efecto de belleza, sí el de
grandiosidad, poder sin límites. La selva es un mundo que atrapa y ahoga luego
de la seducción. También los caucheros son seducidos por la ilusión de una vida
mejor y la maquinaria del aviamento los envuelve hasta ahogarlos. La resolución
del conflicto se encuentra en el gesto final de envío de la carta denunciatoria
del protagonista, Arturo Cova, al cónsul de Colombia en Manaos, en la muerte
impía para el narrador del “enganchador” Barrera. En ese episodio final se
cierra el conflicto personal al mismo tiempo que la muerte ejerce la función de
una justicia social. Dice así el texto de Rivera, entre exclamativas:
¡Entonces, descoyuntado por la fatiga,
presencié el espectáculo más terrible, más pavoroso, más detestable!: millones
de caribes acudieron sobre el herido, entre un temblor de aletas y centelleos,
y aunque él manoteaba y se defendía, lo descarnaron en un segundo, arrancando
la pulpa a cada mordisco (...). Burbujeaba la onda en hervor dantesco,
sanguinosa, túrbida, trágica (Rivera, 1985: 200).
La
fuerza monstruosa de la selva, entregada en un marco expresionista –modulación
que asume a menudo el relato–, es como la de los caucheros que persiguen al
protagonista. Y, en el marco de esta narración de evocación magnífica y
monstruosa, la selva tiene una vida simbólica que funciona al compás de horror
social. Con su lente también tocado por el positivismo, José Eustasio Rivera
construye un discurso de la reivindicación que se articula con el de la selva
en la paridad simbólica del peligro y el poder: “¡Los devoró la selva!”, ese
final de efecto estremecedor que se cita a menudo, tiene en este marco, pues,
otras lecturas.
En
este segundo discurso configurador de la Amazonía en el período del caucho, el de los
intelectuales, el imaginario no está preestablecido como sucede con el discurso
de los primeros colonizadores. Es un relato productor de nuevas imágenes que
desconciertan y sacuden por su violencia. El área amazónica se construye ahora
en función de una experiencia vivida y en ésta ella aparece en la retórica
paradisíaca que alimentó los relatos de los primeros cronistas, en la ilusión
de un nuevo El Dorado, el lugar del enriquecimiento o bien del Paraíso para
quienes buscan una vida mejor. El problema reside en que, para lograrlo, los
primeros esclavizan a los segundos, en general indígenas e inmigrantes
nordestinos. Entonces el paraíso se vuelve infierno, cárcel de rejas verdes,
entre mosquitos, humedad, malaria, insectos, víboras, fauna animal y humana.
Este
discurso se enuncia desde sujetos comprometidos en la construcción de sus
naciones, de allí el tono y la función que éste quiere asumir: el de la
denuncia eficiente, construida para convencer por la razón e interpelar por las
emociones, desde la ética humanista de los constructores de nación. Para
hacerlo, el sujeto que enuncia se desplaza por puntos álgidos de una nación de
aguas y despliega en su temario y su enunciación la dualidad de infierno y
paraíso que vieron los cronistas, los misioneros, la Inquisición, los
viajeros científicos allí. Sólo que aquí el infierno es fundamentalmente el
universo de los hombres en sus relaciones y su perfil. El medio no hace sino
defenderse de su acometida. El curupira, invisible en los textos, tiene aquí
una presencia permanente.
Los
tres textos están hechos en función productora de comunidad, son discursos,
como decíamos, de construcción nacional y cada uno de los tres aboga por lo
suyo: Colombia, Perú, Brasil. Sin embargo, al construir individualmente un
relato de la nación, ellos están operando al mismo tiempo sobre un relato colectivo
que construye un ámbito supra-nacional, el de la Amazonía, en un momento
de su historia.
Aviados
e indígenas
¿Cómo
lograr escuchar la voz de los trabajadores del caucho? ¿Existen esos textos?
¿Bajo qué formas? El incendio de los Archivos de los Tribunales en Iquitos hace
algunos años terminó con documentos que seguramente podrían haber entregado
mucha información bajo la forma de denuncias, testimonios, juicios. Hemos
encontrado sin embargo de otro modo la voz de los aviados: a través de algunos
pocos testimonios escritos, a través de la memoria, a través del mito.
La
memoria de la época del caucho en Venezuela está muy presente y ha sido
recogida en una investigación para optar al título de antropólogo, cuyos
materiales, de gran valor, han sido reorganizados por su autor bajo la forma de
un libro (Iribertegui, 1987). A través de estos documentos accedemos a la voz
de los trabajadores del caucho o a la memoria de testigos de la época. En
ellos, la situación es clara: se trata de un período de excesos, sobre todo el
de la primera explotación de esa materia prima, entre 1870 y 1914, que es la
que hemos tratado en lo fundamental. Les significó duro a algunos grupos, los
maquiritare, por ejemplo. Había grupos más occidentalizados que otros, más
“racionales”. Los maquiritare y los piaroa eran “más indios”. Apuntan algunos
testimonios:
Los únicos más indígenas que habían eran
los maquiritares, era la única raza que salía... vivían como esclavos... si los
maquiritares se picureaban (se arrancaban del área de explotación), tendrían
que ir adonde no los encontraran más nunca, porque los iban a buscar donde
estuvieran. A los maquiritares los traían presos y hasta los guindaban (los
colgaban). Aquí conocí a dos hombres guindaos cabeza abajo, porque se habían picureado,
los agarraron y de una mata de aguacate que estaba ahí los guindaron por los
pies. No sé cuánto tiempo los tuvieron así (Iribertegui,
1987: 309).
Entre
los trabajadores, los peor tratados eran los indígenas, dicen los testimonios
venezolanos:
Si a los indígenas no les daban plata, sólo
mercancía y cara y nunca terminaban de pagarla. Ahí estaban los íquez (sic) y
los Patiño que seguían con el sistema antiguo robándoles a los pobres ahí;
pagaban pero le decían al indígena: “Ud. está debiendo tanto” y tenía que
volver el indígena a trabajar.
Ese sistema de avance continuó. Debíamos,
teníamos que agarrar nuestra magalla y arrancar pal monte a trabajar hasta
terminar de cancelar y ellos entonces ya no trabajaban más. Ahora ya tienen
dinero, tienen carros, ya están ricos (Iribertegui,
1987: 307).
En
relación a los sistemas de reclutamiento para el trabajo en los seringales, los
textos que investigan el período abundan en detalles, y apuntan también al
particular trato que les correspondió a las mujeres:
Poblados ye’kuana de sus seis cuencas
fluviales ardieron con sus habitantes atados espalda a espalda con fuertes
alambres. Estas escenas de incendios de poblados ye’kuana fueron más graves en
el Padamo, Cuntinamo y Alto Ventuari. Más de veinte pueblos ye’kuana fueron
enteramente arrasados.
Las mujeres ye’kuana fueron violadas y
amputados sus pechos, las encintas desventradas. A los hombres se les cortaban
los dedos de las manos o las muñecas a fin de que no pudieran navegar con sus
canaletes, se les desjarretaba, cortándose el nódulo sinovial, se les abría
anchas heridas con el machete en todo el cuerpo y luego se las salaban; se les
hundía la bóveda craneana con clavos o púas de estacas; se les ataba a guisa de
un cepo chino y se convertían en blanco de los tiros de revólver, etc., junto
con otras escenas del más absurdo sadismo que nos es imposible citar
(Barandiaran: 296).
Un
segundo orden de materiales es posible de obtener a través de entrevistas
personales a sobrevivientes, hijos de antiguos trabajadores, la memoria de
terceros. Este es un trabajo a realizar y en forma urgente porque los
sobrevivientes están desapareciendo. Entregamos como ejemplo un testimonio oral
que nos entregó Virginia, de 60 años, una mujer huitoto que entrevistamos en la
comunidad de Puca Urquillo, cerca del río Ampillacu, Perú. La comunidad fue
bajando desde el período del caucho y hoy se sitúa en el Amazonas Occidental a
algunas horas de Loreto, Colombia.
Le
comento que los huitoto fueron, de los indígenas de la zona, junto con los
boras, los más afectados por el tiempo del caucho. Al ver que asiente con
emotividad le pregunto si sabe algo de eso. Responde:
De los patrones, pues. Mi mamá, Jacinta
Ordóñez, me contó que mucho les paleaban a ellos. Los blancos les hacen
trabajar como animales y les dejaban. Todos trabajaban. No traían mucho
quilaje. Él estaba en caballo ahí. Dime Pedro ¿Cuánto quilaje has traído? Y era
poco. Paleaban. Estaban en calabozo. Chorrera que le dicen. Mucho han sufrido
ellos, dice, mucho han sufrido. Estaban en Porcotué, por Chorrera (zona del
Putumayo). Eran Luis Arana, eran dos hermanos, Zumaeta, Carlos Loayza, Saravia.
Miguel Loayza era bueno. Los Arana mandaban a su peón para que mate. Sufrida
era la gente. Las mujeres trabajaban con su muchacho en las espaldas. Mi mamá
con su dedo quebrado ha muerto porque no quería al hombre ella. Las daban a
cualquier hombre. Y los blancos agarraban a cualquier chica que les gustaba. Mi
mamá vino aquí en tiempo de conflicto y le han traído para acá con Loayza2.
En
el imaginario de los indígenas en el caso venezolano, señala Iribertegui, ellos
hacen diferencias entre patrones “buenos” y “malos”. Ellos interiorizaron, en
el proceso de occidentalización, la ideología del dominador. Es por eso que
hacen distinciones entre el “indio-indio” y el “racional”, que es el más
transculturado. De allí el refrán que se repite hasta hoy: “Ni el indio es
gente, ni el casabe es pan”. Transmiten también que son los caporales los
malos, los patrones ignoraban lo que sucedía, lo que ha sido la permanente
defensa de los barones, como en el caso de Arana, que declaraba ignorar todo lo
que sucedía en sus propiedades a pesar de haber estado allí en el terreno en
varias ocasiones.
Un
tercer tipo de registro en donde es posible encontrar la voz de los aviados,
los trabajadores del caucho, está en el universo mítico. El mito, en la medida
en que es “memoria, reflexión, es simbolización y ciframiento” (Niño, 1996).
El
funcionamiento del mito, contrariamente a lo que podría pensarse como
significación de estructuras suspendidas en el tiempo, tiene una dinámica que
alberga tanto a la memoria, como el presente proyectándose al futuro. Él
alberga, dice Hugo Niño, “propiedades de coherencia memórica, de cohesión
comunitaria, de información y de interpretación”. Se trata de un relato que se
sostiene en diversos niveles, poniendo en evidencia y al mismo tiempo
encubriendo. En el caso de la imaginería en torno al período que nos interesa
el mito tiene una función de “código secreto”. Así, es posible encontrar en
algunos relatos de la comunidad Huitoto relatos míticos encriptados que, bajo
la función del relato en tanto universo imaginario, en tanto crónica de
acontecimientos, encubre acontecimientos. La narrativa huitoto tendría dos
ciclos principales para escuchar y narrar:
La historia de Gitoma corresponde al primer
ciclo. Pero, aun perteneciendo a él la narración está dotada de una alta
elaboración narrativa y de estrategias de constitución de significantes que
albergan significados encubiertos. De hecho, se trata de textos cifrados, para
usar otra vez un término de contacto. Así, algunos episodios constituyen la
crónica secreta de las guerras del caucho en el siglo XIX, así como del
Apocalipsis de la Casa
Arana y de las posteriores nuevas guerras de frontera (...).
Aquí se trata de un texto de doble simbolización, semejante a lo que los
criptógrafos denominan sobre cerrado, en el diccionario de espionaje
(Niño, 1996: 214).
Auge y
caída del oro elástico
El
auge del caucho siguió el ritmo del crecimiento industrial europeo y
norteamericano. La industria de bicicletas y la de automóviles eran uno de sus
motores más pujantes. Pero la extracción de la materia prima en la Amazonía ya había tenido
sus problemas. El primero había sido el robo de una gran cantidad de plantas
que salieron por las fronteras brasileñas con engaño, a pesar del férreo
proteccionismo aduanero que hacía que hasta 1864 el Brasil mantenía cerrado el
río Amazonas al tráfico internacional. Pero la importancia del caucho hacía que
Inglaterra ya estuviese buscando la posibilidad de crear fuentes alternativas
de suministro. Inglaterra comenzó a desarrollar plantaciones de caucho en Asia,
del tipo Hevea, gracias al contrabando de uno de sus súbditos, llamado Wickham,
que constituyó el núcleo de las caucheras que se desarrollarían más tarde,
luego de una serie de dificultades en sus colonias inglesas. Ellas fueron la
gran competencia de la extracción del caucho en la Amazonía.
El
segundo y definitivo fue la gran caída de los precios a causa de la producción
del caucho sintético. Hubo un segundo período de alza del extractivismo, ahora
liderado por los Estados Unidos, en torno a la Segunda Guerra
Mundial. A la circulación de la libra esterlina sucedió la del dólar, llamado
en la zona “bacamarte”. En algunas zonas esto significó un cambio de las
condiciones de extracción, tal como expresan testimonios de la zona de
Venezuela. Sin embargo la mayoría de los historiadores considera que la
variación no fue decisiva.
Los
discursos posteriores no dejan de situarse en la misma dualidad, que se pone en
evidencia también hoy a través de voces de nuevos sujetos sociales que se hacen
cargo de sí mismos –“remanescentes” (“descendientes”) de quilombos, grupos Sin
Tierra– frente a otros que intentan definir el futuro de las poblaciones
amazónicas y la región desde el gran capital y desde el exterior. Así aparece
el nuevo y complejo discurso actual, el que se despliega desde la modernización
a ultranza de los años sesenta y setenta y la explotación del petróleo, la
energía hidráulica, la industria de las madereras. En su complejidad, está
patente la brecha de violencia que ostenta la Amazonía de hoy, la
superposición de intereses que acechan con avidez su riqueza en el presente y
que diseñan el perfil de los problemas del futuro.
De
este modo, el Oriente olvidado de los países andinos, la fabulosa área de
várzeas, ríos e igarapés nos remite hoy, con los nuevos discursos que surgen de
allí, al desgarrado universo que mostraron y denunciaron a comienzos del siglo
XX las voces que articularon el complejo discurso de la época del caucho. Los
discursos que conforman el espesor de la historia del caucho en la Amazonía tienen
diferentes estéticas, diferentes propósitos, construyen textualidades de
distinto tenor. Todos construyen al mismo tiempo la complejidad de un universo
de lógicas malignas, de desgarramientos en un universo que emparenta a la
cultura amazónica con otros momentos de las relaciones del gran capital con la
explotación de los recursos en América Latina.
Notas
Este artículo se basa en la ponencia
“Paraíso e infierno: los discursos del caucho”, presentada en el coloquio
internacional “Culturas de la
Amazonía” (Casa de las Américas / UNESCO-OREALC, La Habana, Cuba, 20-24 de
septiembre de 2004), que solamente incluyó la parte relativa a los discursos de
los intelectuales. Es resultado del proyecto Fondecyt Nº1030011 – año 2003,
“Diseño cultural del área amazónica” (investigadora responsable: Ana Pizarro).
1 Nos basamos en la edición de Arthur Cézar
Ferreira Reis, quien intitula este texto “Amazônia: Terra sem história”,
reagrupándolo con otros de Euclides da Cunha sobre la Amazonía para ofrecer una
versión de Um paraíso
perdido. Ver Bibliografía (da Cunha, 2003).
2 Entrevista del 31 de enero de 2005.
Bibliografía
ARANA,
Julio César (1913). Las
Cuestiones del Putumayo. Barcelona.
DA
CUNHA, Euclides (2003) [1909].“Amazônia: Terra sem história”. Amazônia: Um paraíso perdido.
Sao Paulo: Valer. 29-184.
IRIBERTEGUI,
Ramón (1987). El hombre y
el caucho. Puerto Ayacucho (Venezuela): Vicariato Apostólico de
Puerto Ayacucho, Monografía Nº 4.
MELO,
Mario Diogo (1994). Do
sertao cearense às barracas do Acre. Manaos: Amazonas.
NIÑO,
Hugo (1996). “Otra vez: la doble historia de las epopeyas míticas amazónicas”. Casa de las Américas Nº
204, julio-septiembre.
RIVERA,
José Eustasio (1985) [1924].La
vorágine. Caracas: Biblioteca Ayacucho.
SAN
ROMÁN, Jesús o.s.a. (1994). Perfiles
históricos de la Amazonía
peruana. 2ª ed. Iquitos: CEETA / CAAAP / IIAP.
SOUZA,
Márcio (1994). Breve
história da Amazônia. Sao Paulo: Marco Zero.
VALCÁRCEL,
Carlos (1915). El proceso del Putumayo y sus secretos inauditos. Lima:
Imprenta “Comercial” de Horacio La
Rosa & Co.
VALDEZ
LOZANO, Zacarías (1944). El
verdadero Fitzcarraldo ante la Historia. Iquitos.