martes, 1 de mayo de 2012

Otra vez Urteaga


Ricardo Vírhuez Villafane / Lima 

            Pocas veces la literatura peruana ha sido testigo del encuentro entre la destacada creación verbal y la conducta coherente del autor. Los nombres de César Vallejo o José María Arguedas son solo puntas de un breve pero respetable abanico de escritores que vivieron al filo del ejemplo. Un caso parecido es el del escritor Luis Urteaga Cabrera (nacido en Cajamarca en 1940), quien en medio de los acomodos inverosímiles de la mayoría de escritores peruanos opta por la marginalidad auténtica que se desentiende de los fuegos artificiales de la fama y de la promoción personal.
            Su comportamiento le viene del carácter y de la experiencia. Al arribar a Lima, joven y lleno de esperanzas, de esas que son capaces de remover el mundo, estudió medicina en la universidad de San Marcos sin sospechar que la vida le depararía otro tipo de desafíos. Nada menos que los de la pasión literaria. Pero antes de caer en las bellas garras de la palabra creadora, sobrevivió a las penalidades que la vida le enrostró en esos años de formación juvenil y adolescente.
            Durante una clase en la universidad, mientras el profesor exponía sobre medicina humana, Lucho Urteaga sintió vahídos, sueño. El cansancio y la debilidad le vencían. El profesor advirtió la presencia del hambre en esos ojos agotados y la mirada ausente del estudiante, le recomendó descanso y lo mandó a casa. Lucho Urteaga subió al micro mientras las piernas se le doblaban. Miró los breves edificios y la gente que parecían desdibujarse, y finalmente bajó poco antes de llegar a casa. No aguantaba más. El mareo iba en aumento. La visión se le iba. Se arrinconó contra las paredes y caminó pegado a ellas. Finalmente, cayó derrumbado sobre el suelo.
            Despertó tres días después. No recordaba nada. Una niebla parecía abrirse ante su mirada sorprendida. Solo veía a los amigos que le rodeaban y los tubos de plástico del suero que lo había alimentado durante esos días de ausencia y abandono. Pensó entonces en la vida difícil de esa Lima injusta que quería condenarlo solamente a sobrevivir, a arañar los días y las noches con migajas de solidaridad. Si el dolor hace humanos a los hombres, a Lucho Urteaga le hizo comprender su inmenso poder frente a los espíritus generosos.
            Años después obtendría el primer lugar en el concurso internacional de novelas Primera Plana-Sudamericana (l969), en Argentina, por su extraordinaria obra Los Hijos del Orden. Sin embargo, la suerte del libro parecía condenarlo a la batalla. El golpe de Estado que los militares propinaron al pueblo argentino impidió que el premio se hiciese efectivo. Pero la novela no se quedó tan sola y tan callada. Además de provocar la protesta y el juicio legal de algunos intelectuales, se ganó limpiamente el premio nacional de novela ‘José María Arguedas’ 1973, y Los Hijos del Orden  fue inmediatamente publicada por Mosca Azul y más tarde reeditada por Arteidea en 1994.
            Mientras tanto, Lucho Urteaga siguió construyendo esos hermosos universos de palabras a través de cuentos vigorosos y obras para teatro (había ganado el premio nacional de teatro Telecentro 1975 por la obra Danza de las ataduras, y el premio nacional de cuento Visión del Perú 1968 por La justicia no cae del cielo). Trabajó para algunas organizaciones populares y conoció de cerca los encuentros y desencuentros entre la amistad compartida y los abandonos y traiciones de compañeros de ruta. Viajaba a provincias cada cierto tiempo, viviendo y padeciendo los sinsabores y alegrías de los trabajadores a quienes reflejaba en sus obras. Hasta que de pronto algunos shipibos le pidieron trabajar al interior de sus organizaciones para dotarles de orientación y sentido.
            Entre la vida familiar y el servicio a aquellos pobladores indígenas que lo requerían, contando con la inigualable comprensión de su compañera, Lucho Urteaga eligió el largo itinerario y se internó en la selva ucayalina. Conoció en carne propia aquellos universos que más tarde retrataría en sus cuentos maravillosos, aprendió la lengua nativa e intentó compartir la vida –que luego se haría entrañable– de los legendarios shipibos.
            Al comienzo fue difícil. Para hablarles, ¿cómo llamarlos, cómo reunirlos? Sus intentos de invitación verbal resultaron divertidamente recibidos, pero nadie acudía a las asambleas ni por curiosidad. Habría como una mirada de impotencia en sus ojos acostumbrados a dar todo de sí. Pero un compañero suyo, shipibo y mejor conocedor de las costumbres caseras, encontró la llave maestra. Los convocó a través de la magia de la palabra. Los juntó con la complicidad de un narrador oral, de un hablador que de un momento a otro dejó fluir ese magma de historias que entretejían la vida shipiba y pronto, enseguida, la maloca que les servía de auditorio se encontraba llena, repleta de atentos y maravillados oyentes, niños y jóvenes, hombres y mujeres embrujados por la voz imponente del contador de fábulas.
            Esta escena es muy parecida a la contada por Mario Vargas en su novela El hablador, con la diferencia que los machiguengas, según el narrador arequipeño, cuentan en secreto sus historias, mientras que los shipibos de Lucho Urteaga hablan públicamente, se regodean con la representación teatralizada del relato y, antes de simplemente oír, viven una experiencia. De este modo pudo hablarles de la necesidad de organización y los shipibos pronto asumieron la responsabilidad y el reto. No podía ser de otra manera. Otros pueblos indígenas también habían comenzado a organizarse, como el aguaruna, que más tarde se haría poderoso, y los organismos del gobierno de entonces habían empezado a agruparlos con fines proselitistas.
            Cerca de diez años en la selva (entre 1979 y 1988) hicieron de Lucho Urteaga un hombre enamorado de su pueblo. Se había acostumbrado a no permitir las injusticias. Enarbolaba en su conducta la firme conciencia de que la amistad y la solidaridad son, más que conceptos, realidades palpables que pueden guiar verdaderamente nuestros pasos.
            No había pertenecido a grupos literarios ni probablemente su espíritu independiente se lo hubiera permitido. Tal vez por ello no se hizo tan conocido. Tal vez por ello no fue objeto de falsos homenajes ni menciones artificiosas. En cambio permaneció en la conciencia de los lectores que veían en él al hombre y al escritor por cuya conducta coherente se sentían tocados, conminados. Si algún lector ingenuo creía que Ribeyro era el escritor querido y Mario Vargas el admirado, Lucho Urteaga era, además de querido y admirado, respetado.
            Por eso cuando surgieron sus libros de cuentos de tema indígena El universo sagrado (1991) y, especialmente, El arco y la flecha (1996), advertimos en ellos un mundo inédito que tomaba forma, que adquiría una voz particular y se imponía en las letras peruanas por mérito propio. Sus cuentos eran perfectos. Miguel Gutiérrez no dudó en llamarlos clásicos, y los comparó con las creaciones de Joyce, Rulfo, Babel, Guimaraes Rosa. Sin embargo, la crítica oficial se hizo la sorda, muda, bizca y ciega.
            Algo parecido había ocurrido cuando en la década del 70 publicara Los hijos del orden. Se dijo anecdóticamente que era una novela que retrataba la vida carcelaria en el reformatorio de Maranga, como una obra social más en la literatura peruana, pero se acallaba su alto valor literario, su modo maestro como daba vida y voz mediante el lenguaje accidentado y emotivo a diversos sectores de la sociedad peruana que, curiosamente, hasta nuestros días no la tienen. Se habló de su deuda con Mario Vargas por el uso de contrapuntos, ocultando que dicho recurso debe más en las letras peruanas a Joyce, Faulkner y Onetti, que a Vargas.
            También publicó breves libros para niños. Fábulas del otorongo y otros animales de la amazonía (1994, premio IBBY–International Board on Books for Young People) y Fábulas de la tortuga, el otorongo negro y otros... (1996) nos acercaban a una sensibilidad curiosa, no exenta de preocupación por la formación de los niños ni ternura por ellos. Si ya desde antes, desde aquella entrevista setentera realizada por una revista con la foto inmensa de un Lucho Urteaga de anteojos y ropas negras, vislumbrábamos al escritor consciente de su proceso literario, no nos sorprende luego arremetiera con una obra  polémica: Más allá de la escuela. Una educación para el cambio (1999). En ella destaca la minimizada relación entre sociedad y educación, disecciona las fuerzas sociales en pugna y, nada ingenuo, plantea las bases de una educación que realmente devuelva la dignidad a los hombres, demasiado alejados de su propia naturaleza debido a una educación abiertamente inhumana.
            Aún no se ha dicho una sola palabra sobre este texto, y probablemente Lucho Urteaga espera con humor que el silencio continúe. Escribe para debatir ideas, para aportar dentro de ese ámbito importante que es la educación y la literatura, y no para soñar con catálogos y reseñas pasajeras. Se cuida bien de todas ellas, aunque a veces los amigos lo traicionemos con algunas públicas palabras. En su cálida casa de Pueblo Libre, un vaso de vino tinto tiene el viejo sabor de la esperanza. El mundo de la banalidad cultural hoy en moda no le pertenece. El mundo vivo sí, aquel de los cambios y contradicciones, el de la coherencia y la amistad ejemplares. 

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