J.R.Ribeyro y César Calvo, en París. |
Danilo Sánchez Lihón / Lima
César Calvo murió el 18 de agosto del año 2000. Tenía 60 años, pero fue como muriera un adolescente o un poeta siempre joven, indudablemente porque su espíritu era esencialmente de júbilo, exaltación y brazos abiertos. De mirada fija y fulgurante, agudo y audaz en el hablar, pues como oí decir alguna vez a Leoncio Bueno era «un genio oral», quien siempre estaba en estado de gracia y creando decires ingeniosos en el instante; para quien la vida era fuego, estallido y libertad. Escribió alguna vez: «Duermo donde me sorprende la noche y el deseo... no puedo dormir muchas veces bajo el mismo techo, ni en la misma ciudad ni con el mismo cuerpo...».
Dueño de un poder de seducción irresistible para con las mujeres a quienes volvía literalmente sus esclavas. Se trataba de un amante mítico, con carisma irresistible, con instinto y aureola de ángel y demonio. Maya, la esposa de Ricardo Luna, embajador del Perú en Estados Unidos, me contaba que cuando lo alojaban en su departamento de Londres era increíble la atracción que ejercía a las hermosísimas muchachas inglesas que pasaban por la avenida central hasta donde él bajaba del piso en que vivían, justamente para hacer esa caza diaria. No pasaba cinco minutos en que él tardara en subir con una ninfa extasiada contemplando embelesada a aquel loco de mirada torva y de cabellos ensortijados, que no hablaba una sola palabra en inglés pero que allí tenía a la chiquilla primorosa, como un felino a una gacela palpitando entre sus fauces hambrientas; niñas que se olvidaban de todo, de trabajo, estudios, familia, por contemplar arrobadas –y luego servir de víctimas propiciatorias– a ese fauno, animal salvaje –por demás implacable en devorar a sus presas– cuyo destino posterior, él mismo se ufanó en decirlo, el manicomio.
No es común en la poesía estas presencias arrolladoras y hasta perversas de personajes que asolan caminos, rebaños y pastoras; e ingresan hasta dominios privados para saciar sus apetitos carnales. Sin embargo, este poeta tenía estratos más profundos que aquella aparente frivolidad. Sólo por mencionar algunos de ellos: su compromiso con las guerrillas y la revolución mundial, su adhesión al mundo andino y sus gestas, su trabajo a favor de la canción popular, su identificación con la infancia desvalida y abandonada, la exaltación de la poesía como un don de vida, su relación entrañable y confidente con el dolor y la muerte.
Pero, tratando únicamente el amor en César Calvo y a la inversa de lo que podría creerse de un poseso instintivo y lujurioso, es más bien en su poesía la de un romántico esencial, pues evoca a la mujer cuando ella es ausencia y sombra en el muro. Cuando duele el pozo y el vacío que ella deja, cuando se sufre y ella está lejos, cuando no responde y la hemos perdido.
Son muchos los poemas de amor intenso y apasionado de César Calvo. Entre ellos hay uno que se incluye en Pedestal para nadie, fechado en 1971 y que lleva ya en su título esa marca de oquedad y despedida que señalábamos antes. Se titula: «Para Elsa, poco antes de partir» y empieza con una imagen ingenua pero a su vez apocalíptica, que refiere el pavor, la angustia y la soledad que se cierne abajo, cuando dice:
Porque vivo hace siglos en el aire
como
un
trapecio
vacío
yendo y viniendo
de lo que he sido a lo que no seré»
¿Quién es el reverso de toda inútil victoria? ¿Cuál es la única copa que no hemos de desdeñar después del vino fúnebre? ¿Es el primer amor? ¿El que nunca se olvida? ¿El amor intenso, total, el que nos marcó a fuego lento? Es el amor que es síntesis de todos los amores. Y ¿A quién se dirige? ¿Cuál es su última carta? ¿Su última verdad? ¿A quién ruega y ante quién dobla su rodilla? ¿Es solo una mujer? O también la revolución, la muerte, la canción popular, la infancia abandonada. O todos estos seres o fantasmas juntos: como el centro de todo y la aventura suprema, en el centro de todo.
Nada puede aprisionar el viento sino la libertad
Nada sino la libertad podría rodearnos ahora
y hacerte comprender que estuve solo
porque la intemperie no cabía en aquel cuarto
sórdido
que tú insistes en llamar país, doce millones
de rostros
pegados a los muros de un Orden repudiable
y desleído
Ayúdame a prescindir de esos fantasmas que amo
ayúdame a no golpear y golpear la puerta
como si ella tuviera la culpa
Ayúdame a ser la llave que abra sin cerrar
nunca nada
Es el recuento de todo lo vivido que estalla en una despedida, es testamento ológrafo, las imágenes que invaden nuestra mente segundos antes de morir, donde está también la preocupación social, pero ya no como himno de combate o proclama; está el amor pero ya no como posesión sino en la perspectiva de la desposesión y la melancolía. Y está el dolor vívido y sangrante del adiós, la partida y la muerte:
Porque yo he recorrido las colinas de Francia
y he visto
en el estruendo verde, en la delicadeza desbocada
de junio
he visto un niño lejano y eternamente dormido bajo
un río de sangre
Y he cruzado el Pont Neuf con los ojos vueltos
al turbio origen del destello
.....
Los días pasan por tu rostro como una cicatriz
oscura
Ayúdame a prescindir de esos fantasmas que amo
y que destruyo
y mis dedos te palpan con la voracidad de un ciego
en la noche
Me había olvidado de la noche
¿No se siente acaso el terrible trance de la bifurcación de los caminos y la separación de las aguas y de las almas que en algún momento se han querido?
Me había olvidado de algo tan simple y verdadero
como beber un vaso de agua, levantarme en la
sombra
de los cuartos prestados, dejar correr el tiempo
todavía entre sueños y luego despertarme con la sed
en tu cuello
Me había olvidado que la vida también está hecha de
todos estos ínfimos, esos heroicos acontecimientos
que se cumplen a tientas
entre un cuerpo desnudo y otro cuerpo desnudo,
entre el cauce del río y el vaso de la boca
¿En qué abismo se encuentra para haberse olvidado hasta de algo tan simple y verdadero como beber un vaso de agua? ¿O de estos ínfimos acontecimientos que se cumplen a tientas? ¿En qué encrucijada tiembla? Quizá en ese punto muerto, en donde a veces caemos, en donde la vida o la muerte ya no importan nada, trepados en el arco y la flecha; en el trapecio que se mece en el vacío, yendo y viniendo, mientras abajo hace espuma y brama el torrente:
«Me había olvidado de escribir simplemente,
como quien bebe
o ama, sin que el Olimpo se me suba a la cabeza
Me había olvidado que un poema se prepara
con minuciosa alegría
como un regalo que ya nadie espera, y se moldea
con urgencia
y violencia, con irrepetible, con irremediable ternura,
como hacerle el amor a una mujer que va a morir
mañana
Me había olvidado que te vas a morir mañana
Ayúdame a ser el caminante que no pide nada
Me había olvidado que me voy a morir mañana
que no pide nada sino un poco de camino
.....
pero que yo no me dé cuenta
.....
que no husmee tu mano
me había olvidado
el receloso animal que me habita
.....
...ayúdame a no olvidarte
y la pesada piedra que me amarra hacia el fondo
sea una pompa de jabón, las alas de un dulcísimo
castigo
Ayúdame a ser el caminante que no pide nada
sino un poco de camino, un tronco de sombra junto
al fuego
Pero que yo no me de cuenta, que no husmee tu mano
el receloso animal que me habita
el desolado animal que me habita en la noche
y en el día
deja abierta la puerta para que tú regreses o me vaya
La naturaleza de la poesía casi siempre se aviva o se apaga en relación con la mujer, o ¡la vida! ¡No era cierto, entonces, que César Calvo fuera voraz carnívoro o succionador cruel, lapidario y dios azotador en extravío febril, en paroxismo sexual, en grito y gemido de éxtasis pasional! ¡No era cierto, entonces, que fuera cínico y vividor de esas naturalezas doblegadas a su poder, a su seducción irreparable. O por lo menos no era cierto que lo fuera en su ser íntimo.
Lo cierto es que comprobamos en toda su poesía, y especialmente en este poema que la mujer es sobre todo para él una compañía fundamental para cruzar el infierno, como sombra amada, añoranza e ideal. Y así se esté frente a frente de la muerte, y el hueco se abra entre los pies de ambos, la mujer es sobre todo caridad, mundo piadoso y consuelo en la peor desolación:
Ayúdame a quedarme cuando me encuentre lejos
cuando me encuentre lejos de la memoria
que me devuelves
sin proponértelo
como quien llena un vaso de agua simple
y en el gesto de su mano extendida caben todos
los mares
.....
Ayúdame a quedarme cuando yo haya pasado
cuando yo haya pasado sobre el papel en blanco
como un cuchillo por el rostro
de estos días
en donde tú ya eres
la sonrisa que insiste cuando los labios cesan
El mar se abrirá entonces
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