viernes, 2 de marzo de 2012

Hostal Amor, de Cayo Vásquez

Javier Garvich / Lima

Posiblemente, la mejor novela escrita en el 2006. Y, como suele suceder en el Perú, de las más desconocidas para todos nosotros. Frente al anecdotismo personal, al pirateo de la crónica periodística y al eruditismo posero al que es tan afecta nuestra literatura criolla; Hostal Amor de Cayo Vásquez evidencia lo que muchos pensamos: Que la literatura amazónica es la más viva, festiva y erotómana de la literatura peruana.

Más que una novela, Hostal Amor es una serie de historias reunidas en torno a la cada vez más extendida costumbre de asistir a los hostales y moteles nocturnos. De manera (demasiado) ordenada el autor primero te expone –por separado- la vida y diabluras de cada personaje (heteros y homosexuales) para luego exponer un tercer capítulo donde ambos acuden a un hostal  sea para desfogarse animalmente, sea para descubrir el sexo, sea por mera obligación contractual.

Porque la gran belleza de este libro es esa diversidad dentro de la unidad, es cómo desde los burdeles de Iquitos uno puede percibir la extraordinaria multiplicidad de una sociedad, incluyendo sus miserias cotidianas. Sin necesidad de hacer un ensayo sociológico, Cayo Vásquez nos dibuja la excitante cotidianidad de la urbe amazónica.

¿Y con qué se encuentra uno en la novela? Pues con prostitutas adolescentes que desde los infiernos de la violencia familiar buscan una salida hacia la felicidad, con hoscos policías homófobos que añoran otras épocas, con amores colegiales que escapan del pajerismo, con jovencitas alienadas que sueñan las veinticuatro horas del día con irse al extranjero, con homosexuales tan fervientemente católicos como exitosamente empresarios, con estudiantes de informática que ejercen de noche el meretricio de lujo, con hombres de mediana edad que desean gozar su teórica segunda juventud, con extranjeros que vienen a practicar el turismo sexual, con jóvenes desempleados convertidos en fletes para sobrevivir… Y no hemos llegado a la mitad de la lista.

Pero, ojo, esto no es la nave de los condenados. En Hostal Amor hay también rasgos de humanidad: Sean los amores de la tercera edad, aquella apuesta por una nueva oportunidad por disfrutar la vida; sea la prostituta enamorada que busca un hombre que la saque del negocio, a sabiendas que casi no hay.
Igual diversidad se da en los escenarios donde transcurren los encuentros furtivos, deseados o negociados por las parejas. Un muestrario que va del puticlub mugriento a los hoteles de alto standing. Allí están los prostíbulos de carretera, cada uno con su propia historia, que reflejaban en su trayectoria los recientes sacudones sociales del Perú (el boom del petróleo, la entronización del narcotráfico, la espiral de la violencia política). O esos burdeles pobretones, tristes, con olor a cigarrillo, a axila y a cerveza. Allí no escasean las peleas a botellazos entre los clientes, mientras las putas viejas se disputan patéticamente los clientes y tanto policías como delincuentes imponen alternativamente su ley.

Allí están también esos hoteles céntricos de doscientos dólares la noche, cuyas cuatro estrellas no les impide que menores de edad bien torneadas ingresen directamente a las suites, previa comisión. Y, claro, las discotecas de moda convertidas en antesalas de los burdeles, alimentando una tremenda oferta de sexo que se le ofrece al visitante al margen de las autoridades y sus hipócritas discursos.

Capítulo aparte son determinadas escenas que producen un contundente impacto: Como cuando describe cómo son las fiestas de la DEA –célebres por sus ensaladeras rebosantes de cocaína y marihuana-  donde circula el licor más caro, la droga más pura y la prostitución más fina; peligrosísima combinación que se traduce en muertes por sobredosis, masivas broncas de sujetos alcoholizados y explosiones de violencia gratuita contra cualquier población vulnerable. Si uno quiere conocer la magnitud de nuestra semicolonialidad, Hostal Amor es un muy buen indicador.

Sin embargo, Cayo Vásquez no es un cronista meramente documental y descriptivo, ni mucho menos. Cada capítulo es un jugoso manejo del lenguaje, más jugoso si cabe dado el material expuesto. No hay ni obsesión por la morbosidad ni dramones románticos. Tampoco encontrarán aquí ese estilo frívolo que banaliza todo lo que toca, y a la que es tan afecta nuestra literatura capitalina. Cayo trabaja un lenguaje crudo, que prima el discurso en primera persona, por lo cual cada personaje se desnuda a sí mismo, te comparte sus prejuicios y sus sueños. El final apareamiento en el hostal es un encuentro/ desencuentro/ enfrentamiento planteado entre dos. Se acude al coloquialismo pero con precisión, dándole color a la narración. El relato de la seducción de Verenice (una adolescente cuyos sueños los tamiza con lo que le dice la realidad) por Jorge (un abogado cincuentón, casado y con hijos) está hecha a cámara lenta, paso a paso, con una técnica tan bien lograda que todos leemos las páginas con prisas forzadas esperando ver cómo termina esta historia.

Y, ojo, tampoco encuentren finales tremendos. La vida cotidiana de los mortales no ha de ser tan abundante en noticias de la prensa amarilla. La vida sigue, continua en la abundancia de nuestros días. La vida no se acaba en un coito, ni mucho menos en una pelea de pareja. Las cosas suceden.

En el Iquitos que pinta Cayo Vásquez  se respira un ambiente de fiesta, de vida intensa, de color, de juventud y, obviamente, de sexo. Las pulsaciones del sexo se transmiten en todo momento por las calles y las avenidas, en las comidas y los tragos de la selva, en la manera de hablar, en los encuentros de amigos en los parques. Esa festividad natural es recibida con extrañeza y asombro por los extranjeros, entre ellos los limeños. Eso se refleja con una poderosa nitidez en la historia de Diego, un arquitecto limeño que viaja ocasionalmente a Iquitos por motivos de trabajo: Una narración cronometrada hora por hora -como de un Joyce súperacelerado- relata el transcurrir de este profesional con plata que nos cuenta cómo se repite su estupor frente al paisaje amazónico: El calor sofocante, la festiva espontaneidad, el color como un personaje más de la ciudad, la veneración por sus mujeres. Y todo eso dentro de una perspectiva limeñocéntrica y machista. En ese ejercicio de extrañamiento, Cayo nos indica esas peculiaridades que forman la amazonía dentro del imaginario colectivo de buena parte de los peruanos.

Además, Hostal Amor es un texto con muchas lecturas: Es literatura erótica pero también literatura social, alterna la narración personal de las andanzas sexuales de cada uno con fogonazos que nos remiten a la más sincera denuncia política: El inicio sexual de una adolescente de 13 años que terminará de querida de un congresista, el yanqui adicto a los psicotrópicos y que, enamorado de la Amazonía, se convierte también en adicto al turismo sexual. Las historias privadas se convierten en retratos de la sociedad en un alarde vargallosiano de novela total.

¿Es todo esto real? En una parte del libro los personajes –una prostituta ocasional y su caficho- aluden, sin nombrarlo, al autor de Hostal Amor y al propio libro. Dicen de él que es un borracho mentiroso y que busca tirarse a las hembras sin pagar. Un guiño autobiográfico que marca ese espacio ambiguo entre ficción, verosimilitud y verdad. Ese espacio propio e íntimo de los grandes relatos.

Solo me queda recomendar este libro con entusiasmo. Un libro que nos ofrece la vida, alegre, compleja, fresca pero sobretodo celebrada. Un libro que se disfruta pero del cual se aprende.  Se aprende a querer. Y no solo a querer a las personas, también a querer a Iquitos, a querer a nuestro país.

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