jueves, 1 de marzo de 2012

Nunca me han gustado los lunes


Ivan Ruiz Ayala / Tarapoto

Los relatos regionales portan consigo un inevitable componente autotestimonial. Ciro Alegría o José María Arguedas, Eleodoro Vargas Vicuña o Marcos Yauri Montero, ilustran esta perspectiva estética. El caso de los relatos ambientados en la selva no es diferente. A los nombres ya clásicos de Francisco Izquierdo Ríos, Arturo Hernández y Fernando Romero Pintado, se añade hoy el de Juan Rodríguez Pérez (Sauce, San Martín).

Aunque Rodríguez publicó en 1996 un primer libro de cuentos (Sinfonía de ilusiones), la aparición de Nunca... me han gustado los lunes (Lima, El Sauce ed, 1998) anuncia el surgimiento de una nueva forma de aprehender la realidad tropical, a través no sólo de la descripción toponímica -flora y fauna características-, sino de la penetración psicológica de los personajes que otorga a estos relatos, dentro de su sencilla estructura, de una dimensión trascendente.

No hay duda en que uno de sus mayores aportes se refieren al tratamiento de los temas. Como cuadros sacados de la vida cotidiana, cada relato enfoca un aspecto particular de ls realidad selvática, una anécdota que se desarrolla con toda naturalidad ocultando para la conclusión el elemento sorpresa o predicamento que envolverá a toda la composición de un segundo significado, difícilmente percibido en una primera lectura. No hay moraleja, no existe una conclusión edificante: los finales abiertos dejan en manos del lector la hipotética formulación del desenlace.

Al igual que en los relatos de García Márquez, las líneas iniciales presentan los elementos básicos que se desarrollarán en el cuento: “Las cinco de la tarde. Un ajuste de tono y la última pasada antes de guardar el clarinete, envolverlo en traje de felpa agamuzada y salir hacia el puerto, darse un buen baño y esperar la cena, sentado, en la puerta de la cocina, viendo cómo los animales se van acomodando en el gallinero” (“Todos los días a la cinco”). “La balsa está lista. De carga sólo llevo unas cuantas varillas que servirán de leña y tres racimos de plátano. Presiento que es mucha carga para la balsa. No me importa. Tengo que estar en Juanjuí antes de las siete de la noche” (“¡Ay... Juanita!”).

Alejado de todo carácter utópico, los relatos de Rodríguez inciden en un denso realismo no exento de notas poéticas o simbólicas. Es inevitable: la selva y la noche transforman el ambiente en surreal dando lugar a la aparición de leyendas y mitos como el de las “hermosas doncellas”, hábilmente incluidas en el relato inicial, como prefiguración de la muerte. Por eso, también, los objetos, personas, animales o el tiempo mismo, abandonan su condición unívoca para transformarse en símbolos bisémicos. No es sólo el caso de las doncellas; un animal como el cerdo puede asumir una connotación salvífica, por el equívoco que se produce en quienes buscan a don Alberto para matarlo (“El otro animal”); los “lunes” para la abuela de Dangler (en el cuento que da título al libro) sugiere el tiempo de su muerte.

Envuelto en un inevitable aire descriptivo de lo natural, los relatos de “Nunca... me han gustado los lunes” muestran a un narrador bastante cuajado. Habiéndose recreado personajes y ambientes circunscritos a una misma temática, el escritor ha ido configurando los elementos de su particular Macondo y se encuentra en capacidad de ofrecer en un futuro -esperamos no muy lejano- el ensamble de todas estas historias en un relato de largo aliento que recree el agreste, pero paradisíaco mundo de las riberas del Huallaga.

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