Róger Rumrrill García / Iquitos
Estaba esa mañana de abril en el Instituto de Investigaciones de la Amazonía Peruana (IIAP), en Iquitos, coordinando una reunión entre Jorge L. Chediek, representante residente de las Naciones Unidas en el Perú (ahora está en Brasil) y los investigadores del IIAP cuando recibí una llamada de Lima.
-El Dr. Mario Vargas Llosa quiere hablar urgente contigo-, me dijo mi esposa con un tono de apremio.
Casi automáticamente le contesté:
-Debe ser un error o alguien se está haciendo pasar por Mario Vargas Llosa. Hace cuarenta años que no cruzamos palabra con él-, le respondí incrédulo y de zopetón llegó a mi memoria esa llamada telefónica en la que me expresaba su felicitación, generosa y gentil, por unos poemas publicados en el suplemento dominical de “El Comercio” de un libro aún inédito y titulado El retorno de Axpikondiá sobre un mito fundacional de los indígena Tukano del Vaupés colombiano.
-No es un error. Me han dejado dos teléfonos y esperan tu llamada-, sonó casi imperativa la voz al otro lado de la línea.
Escuché que la secretaria que me contestó la llamada le decía: “Dr., tengo al teléfono al señor Róger Rumrrill”.
Su voz inconfundible exclamó al otro extremo de la línea:
-Róger, que alegría volver a escucharte después de tantos años. Siempre he estado leyendo cosas tuyas sobre la Amazonía y ahora tengo un gran interés en conversar contigo porque, como sabes, estoy escribiendo una novela sobre Roger Casement…-.
Tres días después retorné a Lima y fui, tal como habíamos acordado, a buscarle en su casa de Barranco.
-¿Has llegado fácil a la casa?-, me preguntó dándome un abrazo cálido al tiempo que llamaba a su esposa, Patricia Llosa, avisándole que yo acababa de llegar.
-Mario, llegar a tu casa es muy fácil. Porque hasta la calle se llama Mario Vargas Llosa-le respondí y el ahora Premio Nobel de Literatura del 2010 rió de buena gana, al tiempo que me invitaba a conversar en la terraza de su casa barranquina.
Lo tenía frente a mí y dos ideas me asaltaron. La primera fue recordar la descripción que el notable crítico literario peruano, Ricardo González Vigil, me hacía de la concentración que pone Mario Vargas Llosa en los ojos, en la mirada, cuando habla de literatura. “Se interesa tanto por el tema, que da la impresión que se va a tragar a su interlocutor con la mirada. Atrapa y devora todo. No se le escapa nada, ni el menor detalle”, me decía González Vigil.
La segunda idea fue aprovechar la ocasión para expresarle mi desacuerdo con su posición sobre los trágicos sucesos de Bagua de abril, mayo y junio del 2009 y la resistencia indígena frente a la política del perro del hortelano del presidente Alan García Pérez y su tesis de la utopía arcaica sobre la cosmovisión andino-amazónica formulada en su ensayo sobre José María Arguedas. Pero rápidamente pensé: “Este no es el momento y nos pasaríamos todo el tiempo discutiendo esos temas. Mejor hablamos sobre lo que a él le interesa”, me dije.
En efecto, lo que al autor de El sueño del celta le interesaba más que ninguno otro tema era hablar de Bejamín Saldaña Roca, el periodista que tuvo las agallas, el coraje y el atrevimiento de denunciar las tropelías de Julio C. Arana en el Putumayo en sus periódicos La Sanción y La Felpa en Iquitos de la primera década del siglo XX, de Roger Casement, el héroe irlandés de su novela y de tantos otros personajes y de la compleja, desmesurada y trágica realidad amazónica del ciclo del caucho. Sólo a los pocos segundos de haber iniciado nuestro diálogo me percaté que Mario Vargas Llosa había leído todo o casi todo sobre los sucesos del Putumayo y sus protagonistas. Con ese obsesivo rigor que le caracteriza para acopiar y acumular ingentes cantidades de información de toda naturaleza para la construcción de su universo narrativo, conocía los mínimos detalles de la historia del caucho y sus protagonistas.
Entonces, se me ocurrió darle algunas sorpresas. Porque, pensé, al mejor cazador se le va la paloma. “Y a este gran cazador literario creo que se le han ido algunas palomas amazónicas”, me dije asimismo.
Las presas que el cazador no había todavía cazado
-Entrevisté en los años sesentas del siglo XX en Iquitos a Miguel Loayza, hombre de confianza de Julio C. Arana y, como tal, confidente y cómplice de la violencia contra los indígenas de la familia etnolingüística Witoto, es decir los Andoque, Witoto, Ocaina y otros-, le dije.
-¿Has conocido y entrevistado a Miguel Loayza?-me interrogó asombrado.
Entonces le narré con lujo de detalles que en los sesentas del siglo XX, cuando acababa de cumplir 22 años, decidí entrevistar a todos los sobrevivientes del ciclo del caucho que vivían en Iquitos, pero también a los últimos testigos de la revolución del capitán Guillermo Cervantes Vásquez de 1921 y a los actores de otros ciclos económicos de la Amazonía. En una de mis pesquisas y exploraciones llegué al asilo de ancianos Chanteclair, que estaba ubicada en la circular, como se denominaba y aún se denomina a la carretera al lago Moronacocha. Revisando la lista de hospedados en el asilo, descubrí nada menos ni nada más que a Zacarías Valdez Lozano, el lugarteniente de otro de los barones del caucho, Carlos Fermín Fitzcarrald.
Miguel Loayza vivía en el distrito de Punchana, en una casa de dos pisos que casi era una copia de esas casas donde funcionaba la administración en los campamentos caucheros en La Chorrera en el río Igara Paraná y El Encanto, en la confluencia del Caraparaná con el río Izá, el nombre indígena del río Putumayo. Tenía 90 años de edad y estaba fuerte como un shihuahuaco. Era más alto que bajo y su apariencia, para la edad que tenía y para la vida que había llevado, denotaba buena salud que se traslucía en su piel blanca y rosada. “Parece un puca bufeo”, pensé apenas empezamos a conversar.
Dubitativo y receloso al principio (me preguntó a quemarropa quién era, a qué me dedicada y por qué le visitaba), luego entró en confianza y me contó el sistema de trabajo en las caucherías, las pugnas con los colombianos a quiénes Julio C. Arana había comprado sus posesiones o los había desalojado a la fuerza y sobre la violencia contra los indígenas. Cuando terminó la entrevista y me despedí, una idea preocupante revoloteaba en mi cabeza. ¿Por qué para Miguel Loayza y seguramente para Arana y sus carniceros, entre ellos Víctor Macedo, Miguel Flores, Armando Normand, Abelardo Agüero y Augusto Jiménez, todos ellos denunciados por el periodista Benjamín Saldaña Roca, la inhumana crueldad contra los indígenas era algo natural?.
Tan natural que en los años setentas del siglo XX todavía se vendían esclavos indios en la plaza de armas de Atalaya, en el río Tambo. Tan natural que aún ahora, en el año 2010, lo he visto con mis propios ojos, persiste el semiesclavismo en el Yurúa, en el Purús, en el Putumayo, en Madre de Dios.
Si antes la causa de este oprobio contra los indígenas fue el caucho, el oro blanco, ahora es la caoba, el oro rojo de la Amazonía, las pepitas de oro de los ríos Huaypetue, Colorado e Inambari. Y en el presente y en el futuro la causa será el agua, la energía, la biodiversidad y las tierras amazónicas en el nuevo ciclo de las materias primas cuando la Amazonía vuelve a tener, en el siglo XXI, la misma importancia estratégica o más que tuvo a fines del siglo XIX y principios del siglo XX para la economía mundial.
El egoísmo, la sed insaciable de riquezas, la acumulación sin límites de bienes materiales encallece la conciencia y la moral de los seres humanos en todas las épocas y sociedades.
El tesoro de Bodley
-Hay muy pocos datos sobre Benjamín Saldaña Roca. Sé que era de origen judío. Pero se sabe muy poco o nada sobre su vida después de las denuncias contra la Casa Arana y sus crímenes-, reflexionó el escritor.
-Es cierto, en los años sesentas del siglo XX había muy pocas personas que lo habían conocido. Uno de ellos fue don Alfonso Navarro Cáuper, que fue una especie de secretario del Dr. Jenaro Ernesto Herrera, miembro de la magistratura loretana, director del semanario Loreto Comercial, escritor y erudito y sin duda el más prominente intelectual amazónico de las primeras décadas del siglo XX. Pero quizás la mejor forma de conocer a Benjamín Saldaña Roca es leyendo La Sanción y La Felpa-, le dije.
-He leído las únicas ediciones que he encontrado en los archivos-, dijo con cierto tono de desencanto.
-Yo he leído casi todas las ediciones-, le dije provocadoramente y como quién no le da importancia al asunto.
Mario Vargas Llosa se sobresaltó en su asiento y mirándome con una fijeza abrumadora, me preguntó:
-¡Dónde!-
-En el archivo Bodley, en la Universidad de Oxford, en Inglaterra-, le contesté.
Mario Vargas Llosa estaba hecho un mar de curiosidad. Su mirada denotaba que sólo esperaba la historia del tesoro Bodley.
Esta historia empieza en los ochentas. En esa década fui invitado a Europa y parte del periplo incluía Londres y Oxford. Teniendo como guías al periodista peruano Javier Farje, que en ese tiempo trabajaba en la BBC y a Andrew Gray, un joven inglés que dedicó su vida al estudio y defensa de los pueblos indígenas en especial de Madre de Dios y que murió trágicamente ahogado en el Atlántico, llegué a Oxford. Allí fue donde Gray me habló por primera vez del famoso archivo Bodley, guardado bajo siete llaves en el sótano de la biblioteca de la Universidad.
Gray estaba escribiendo en esos días el ensayo titulado The Putumayo Atrocities Re-examined y había leído y revisado posiblemente las miles de páginas guardadas en 13 cajas. El archivo Bodley atesora con seguridad la mayor cantidad de originales de documentos confidenciales acopiados por diversas fuentes y entregados a la Sociedad Antiesclavista de Londres y cuya difusión, por razones humanitarias y también comerciales y geopolíticas, provocó sin duda el primer escándalo mundial de los tiempos modernos y con ello el derrumbe del imperio Arana en la Amazonía Peruana.
Porque no hay que olvidar, para entender a cabalidad el Informe Casement, el por qué de la vasta repercusión que tuvo en el contexto político, económico y geopolítico de Europa, Estados Unidos y América Latina y del resto del mundo. Las denuncias de las atrocidades cometidas en los campamentos caucheros de Arana en el Putumayo ayudaron de modo decisivo y eficaz a los intereses colombianos en la región. Veamos. El 6 de junio de 1906 el Perú y Colombia suscribieron un acuerdo de modus vivendi en la zona de conflicto del Caquetá y del Putumayo. Pero menos de un año después, en octubre de 1907, Bogotá comunicó a Lima el cese unilateral del acuerdo. El gobierno de Lima pidió a Julio C. Arana que ayudara con su gente a repeler una posible invasión colombiana. Hubo enfrentamientos en las localidades de La Unión y La Reserva.
Todo este diferendo fronterizo culminó con el Tratado Salomón-Lozano, negociado y firmado secretamente por Leguía en el año 1920 y ratificado por el Congreso peruano el 20 de diciembre de 1927 y rechazado por todo el país y en particular por la población amazónica peruana. El entreguismo del dictador del oncenio le costó al Perú la pérdida de 128 mil kilómetros cuadrados del Trapecio Amazónico. Estados Unidos jugó un rol fundamental en la formulación y ratificación del Tratado Salomón-Lozano.
Con este acuerdo zanjaba su deuda con Colombia por el territorio panameño. En octubre de 1903 el presidente estadounidense Theodore Roosevelt traza su estrategia. Establece dos medios para vencer la resistencia colombiana. En primer término, una secesión: si los habitantes del Istmo tienen materialmente interés en establecer el canal en su territorio pueden, por tanto, proclamar su independencia y establecer un trato con Estados Unidos. En segundo término, en el caso de que la secesión no tuviese lugar, se produciría la invasión del Istmo. El 10 de octubre de 1903 Roosevelt escribe: “Estaría encantado de ver a Panamá convertirse en un estado independiente”.
La feroz campaña británica contra Arana, legítima en términos humanitarios, estuvo siempre cargada de cinismo y de intereses políticos y económicos. El gran historiador de la república, Jorge Basadre escribe a este respecto: “Las atrocidades en el Putumayo fueron bochornosas, pero no representaron, por lo demás, un hecho histórico aislado ni pueden ser imputadas al Perú como un baldón exclusivo o singular. Basta recordar lo ocurrido en Irlanda, África del Sur, Australia y Jamaica para mencionar unos cuantos casos en el imperio británico donde tanto abundaron las protestas en aquella oportunidad, así como el sojuzgamiento de los pieles rojas en Estados Unidos, el otro país donde halló estentóreos ecos el escándalo”.
La caída de Julio C. Arana y con él de todo el sistema cauchero de la cuenca amazónica tenía una innegable importancia económica. El imperio británico había establecido plantaciones del Hevea brasiliensis en sus colonias de Asia, en Indonesia, Java y Sumatra, con 70 mil semillas hurtadas por el mayor biopirata del siglo XIX, el agente inglés Henry Alexander Wickham en 1876 en el río Tapajós, en Brasil. Cuando se desata el escándalo del Putumayo y la Peruvian Amazon Rubber Company colapsa, ya los ingleses tenían lista una oferta de caucho producido en sus plantaciones asiáticas suficiente para cubrir la demanda mundial. Esta oferta cauchera terminó por arruinar toda la economía de la cuenca amazónica, derrumbando estrepitosamente el efímero esplendor de Iquitos, Manaus y de Belém do Pará. Esta última ciudad amazónica brasileña llegó a tener la mayor flota fluvial del mundo para transportar caucho.
Por esta y otras razones, resulta ingenuo pensar que las denuncias de Casement, que parecen calcadas a la que hizo sobre el Congo belga, hayan tenido sólo fines humanitarios. También por estas y otras razones, tanto Julio C. Arana como Roger Casement, cada uno desde sus propios intereses personales o nacionales, desde sus propias conductas o inconductas, fueron también piezas de un tablero de ajedrez donde se movían las estrategias económicas y geopolíticas de un imperio declinante y de otro emergente.
Andrew Gray me ayudó a tramitar el permiso especial de la Universidad de Oxford y una vez obtenido el documento me sumergí durante una semana en el escenario de pesadilla del Putumayo de la primera década del siglo XX, el teatro de horror que ha servido a Mario Vargas Llosa para escribir el capítulo amazónico de El sueño del celta.
Los archivos son 13 cajas de Pandora. Porque como en la versión del mito griego del poeta Hesíodo, los documentos revelan todos los males y desgracias de los seres humanos. En este caso de los indígenas Witoto. Por supuesto que una de las cajas contiene todo el dossier Casement. Luego están los testimonios y las evidencias bajo el título Evidence 1913. Minutes of Evidence taken before the Select Committee on Putumayo Atrocities, 1912.
Les atrocités du Putumayo. Les explications du Pérou por el juge Rómulo Paredes, es otro documento. Paredes, el juez que viajó en reemplazo del juez Carlos A. Valcárcel al Putumayo en marzo de 1911 se refiere a la British Peruvian Amazon Company y en su informe afirma que las mayores atrocidades son cometidas por los ingleses, es decir, los capataces barbadenses. También sostiene que el cónsul inglés en Iquitos desde 1903, David Cazes, sabía de los crímenes cometidos en los campamentos caucheros de Arana.
Un Index and Digest of Evidence to the Report and Special Report aporta testimonios de torturas y crímenes y otro titulado Select Committee on Putmayo Atrocities, 1912 agrega más pruebas. El archivo Bodley también guarda el famoso texto del norteamericano Walt Ernest Hardenburg The devil’s paradise. A catalogue of Crime y está dedicado al periodista Benjamín Saldaña Roca y al Dr. Darío A.Urmeneta. Hardenburg fue denunciado por Arana y personalidades de la política peruana de ese tiempo de ser un agente pagado por la cancillería colombiana para desprestigiar a Arana acusándolo de genocida.
En una de las 13 cajas está la correspondencia de la Peruvian Amazon de 1912 y 1913. En otra encontramos todas las cartas dirigidas a Walter Legge Comité Office House of Commons S.W. Otra de las cajas es el depósito de las cartas, memos y los contratos de trabajo. Uno de esos contratos es el suscrito entre J.C. Arana y hermanos, la razón social de la también llamada Casa Arana y Preston Johnson, de Barbados. El contrato establece un salario mensual de 5 libras esterlinas, más casa y alimentación en La Chorrera, además de medicinas gratis y pasaje de ida y vuelta a Iquitos. La fecha es del 25 de abril de 1908 y firma el contrato por The Peruvian Amazon Rubber Co. Ltd. el gerente general, Pablo Zumaeta, cuñado de Julio C. Arana.
Una de las cajas contiene la edición del diario El Comercio de Lima del miércoles 11 de setiembre de 1912 con un artículo titulado Los crímenes en el Putumayo. El Oriente, el decano de la prensa iquiteña, también informa al respecto en su edición del viernes 2 de diciembre de 1910. Está archivada asimismo la edición del diario La Prensa de Lima del lunes 25 de noviembre de 1912 que publica los artículos El Porvenir del Oriente Peruano, La despoblación de Loreto y sus causas y Un régimen inicuo donde el autor de las crónicas, Manuel Rivera Iglesias, señala que con el régimen esclavista del ciclo cauchero la población del Putumayo ha descendido de 61,125 habitantes a 45,000 pobladores.
En otra de las cajas están precisamente las ediciones de La Felpa del 1 de noviembre de 1907 y La Sanción del jueves 24 de setiembre de 1907.
-Pasado mañana me voy a Inglaterra invitado para dictar una conferencia en Oxford. Lo primero que haré luego de mi conferencia será ver el archivo Bodley-, expresó francamente emocionado Mario Vargas Llosa luego de escuchar mi versión del archivo Bodley.
El Socio de Dios
Creo que fue a mediados del año 1986 que recibí una llamada del cineasta y escritor cusqueño Federico García Hurtado pidiéndome una historia amazónica para su próxima película. Estaba decidido a no perder la continuidad creativa luego de su largo metraje Túpac Amaru (1984).
El tema amazónico que me pedía Federico García estaba hace tiempo en mi cabeza: Julio C. Arana, el Rey del Caucho. Había estado pensando además que para una película o una novela el título sería El socio de Dios, un título prestado al empresario norteamericano Roy Le Tourneau que, en los años cincuentas del siglo XX, se había instalado en el Ucayali con el sueño de conquistar la Amazonía con maquinaria y construir un imperio, el mismo sueño del multimillonario Henry Ford y su Forlandia en Brasil. Le Tourneau, que se hacía llamar El socio de Dios porque entregaba el 10 por ciento de sus utilidades a su iglesia, sucumbió lo mismo que Ford y otros que creen, como Francis Bacon (1561-1626), el llamado padre de la ciencia moderna, que a la naturaleza hay que someterla y conquistarla. Pero todos mueren en este intento porque con la naturaleza amazónica hay que coexistir y convivir armoniosamente como piensan y sienten los indígenas amazónicos.
El tema amazónico y el personaje Julio C. Arana entusiasmaron a Federico García. Me pidió que escribiera la sinopsis y luego juntos acordamos elaborar el guión técnico. Decidí entonces cumplir un antiguo reto, un viejo proyecto que había nacido en las interminables tertulias con Fernando Barcia García, descendiente de una poderosa familia cauchera de principios del siglo XX, político y dueño de un enciclopédico conocimiento de la historia y la vida de la Amazonía. Partí pues a realizar ese sueño: recorrer el Putumayo y sus afluentes del Igara Paraná, el Caraparaná y algunos de los campamentos donde, según la conclusión del Informe Casement, en 12 años de operaciones se habían extraído 4 mil toneladas métricas de caucho, con una utilidad de 1 millón 500 mil libras esterlinas y a un costo de 30 mil muertos indígenas.
Las referencias a los ríos Putumayo, Igara Paraná, Caraparaná y Caquetá y de los campamentos La Chorrera, El Encanto, Matanzas, Abisinia, Último Retiro y otros detalles de esa y otras travesías que efectué por el paraíso del diablo, de acuerdo al título de la novela de Walt Ernest Handerburg, desataron una profunda emoción en Mario Vargas Llosa.
-¡Qué maravilla que hayas conocido esos territorios!-, exclamó.
-Si organizamos un viaje al Putumayo, ¿tú me podrías acompañar?-, me preguntó eufórico.
-Por supuesto, Mario, con mucho gusto. Sólo me avisas con tiempo la fecha de la partida-, le contesté.
Tuvimos tiempo aún de elegir el mejor mes para el viaje. “Junio o julio, en pleno verano amazónico, son los mejores meses para viajar por la Amazonía”, le dije. Pensé también, aunque me guardé el secreto, que durante ese viaje le haría conocer (si es que ya no lo conocía), le mostraría la solicitud que Julio C. Arana del Águila le entregó a Augusto B. Leguía, el 5 de enero de 1921, demandando el título de propiedad definitiva del lote Putumayo, con una extensión de 5 millones, 774 mil hectáreas, en posesión por compra y por ocupación por más de 20 años.
El documento es, sino el único, uno de los pocos alegatos personales que se conocen de Julio C. Arana dirigidos al gobierno peruano. A lo largo de sus 44 páginas no hay ningún propósito de mea culpa por los errores cometidos. Todo lo contrario, reclama para él el mérito de defensor de la patria para lo cual-dice-formó un ejército privado de centenares de licenciados que contuvo los aprestos invasores de las fuerzas del general Rafael Reyes, presidente de Colombia y antiguo extractor de cascarilla en el Alto Putumayo. Muestra las cifras que invirtió en la compra de propiedades colombianas por insinuación del presidente Pardo para contener la invasión del territorio peruano, 1 millón 710 soles.
Informa detalladamente sobre la construcción de 604 kilómetros de vías de herradura y de 175 kilómetros de caminos para viandantes para interconectar el Putumayo y sus afluentes, la dotación de sus vapores Liberal y Cosmopolita para la defensa nacional y sus aportes a las rentas fiscales por derechos de exportación desde agosto de 1901 al 30 de enero de 1920 por un monto de 103,960,000 libras peruanas, además del pago a la aduana de Iquitos de 200,000 libras peruanas por los derechos de importación de bienes para sus campamentos caucheros por 792,389.355 libras peruanas.
El título de propiedad definitiva del lote Putumayo de 5 millones, 774 kilómetros cuadrados fue expedido por Resolución Suprema No. 103 del 12 de agosto de 1921. El inmenso territorio cuyos límites eran por el norte el río Caquetá, por el sur los ríos Tamboryacu, Algodón y Yaguas y por el este el río Yuris o Pupuñas y el oeste “montaña baldía” pasó a Colombia con la firma del Tratado Salomón-Lozano. En el año 1939 el gobierno colombiano acordó compensar a la familia Arana con 200 mil dólares por el bien perdido. En ese año desembolsó 40,000 y el año 1964 pagó el resto.
El viaje no se pudo realizar porque Mario Vargas Llosa tenía múltiples e impostergables compromisos, entre ellos, concluir en la fecha prevista El sueño del celta. Pero ahora que viajará a Estocolmo en diciembre de este año para recibir el Premio Nobel de Literatura del año 2010, con seguridad estará pensando en el Putumayo, en el paraíso del diablo, convertido, gracias a su enorme talento, en gloria literaria.
Lake Elsinore, California, 24 de noviembre del 2010.
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