jueves, 1 de marzo de 2012

Luis Hernán Ramírez, pura poesía

Luis Hernán Ramírez.
Ricardo Vírhuez Villafane / Lima

A Luis Hernán Ramírez (Moyobamba 1926, Lima 1997)) lo conocí una calurosa tarde loretana en medio de la Biblioteca Amazónica, en Iquitos. Fiel a su costumbre, revisaba periódicos viejos y libros antiguos preparándose para alguna investigación que hiciera emerger autores olvidados o libros curiosos aplastados por el paso del tiempo.

Me presenté y le estreché la mano. La charla que iniciamos entonces me pareció interminable. Había hecho periodismo en Iquitos de modo nada sutil y se había enfrentado a la oligarquía católica de entonces. Sus escritos en el diario La Razón, en los años 50, lo pintaban como un avezado cultor y defensor de ese hermoso fantasma que se cernía sobre el mundo: el socialismo. Pero en persona Luis Hernán era tranquilo, y tenía una actitud tan bondadosa y exageradamente inofensiva que parecía mentira.

–Yo escribía lo que pensaba –me dijo–, y aquella vez el obispo vino a reclamarme por mis ideas. Prácticamente hizo que me fuera de Iquitos y recalé en Lima, donde un alto funcionario me llamó asustadísimo por mis antecedentes. Yo era profesor y dependía de la burocracia, así que el funcionario me vio, conversó horas conmigo y, al compararme con el terrible legajo que los curas habían preparado contra mí, dijo algo así: pero si usted es un pan de Dios...

Encuentro y poesía

A Luis Hernán lo vi muchas veces, y siempre era para sumergirnos en charlas macanudas. Por su avanzada edad andaba encorvado y algunos despistados lo llamaban maestro. A mí me gustaba debatir con él. Me parecía un cúmulo de amables contradicciones.

Había sido profesor en las universidades San Cristóbal de Huamanga, San Luis Gonzaga de Ica y San Marcos, y, gracias a las amistades propicias en los partidos políticos de izquierda, viajó a Rumania y a otros países europeos, publicó encendidos artículos y libros en defensa del marxismo y sus líderes, pero escribió la poesía más apolítica que pudiera imaginarse.

Eran libros muy bellos, sin duda: Poemas de soledad y sombra (1958), Sobre el dorso de la noche (1965), Piel o sombra amada (1973), Elegía a tu nombre (1979), Rozando el ala de una golondrina (1986), y Gloriosa gota pura (1993). Eran poemas unitarios, de una sola voz, y como había escrito Ricardo Gonzales Vigil: “eslabones de un solo canto de gran extensión”.

Me sorprendí al no encontrar en ellos el ardor de sus ensayos ideológicos ni sombra de su pensamiento político. Se suponía que la literatura era una herramienta revolucionaria.

–No te entiendo –le dije–. ¿No crees que la poesía sea un instrumento de cambio?

–Yo hago política de una manera, y poesía de otra. Algunos hacen política con la poesía, y respeto esa opción. Pero yo no. Prefiero expresar la poesía de otro modo. Me han dicho que hago poesía pura, qué importa. Me siento bien escribiendo como lo hago.

Desencuentros

Podría decirse que tuvo algunas etapas fáciles de observar. Durante su militancia política produjo artículos y ensayos ideológicos, y sus llamados a la revolución correspondían a la efervescencia y madurez política de la época. Recuerdo algunos de sus libros: Lenin, Literatura y revolución (1970), El marxismo-leninismo en la poesía de César Vallejo (1985), y numerosos textos de gramática y de historia de la literatura. Fue docente sanmarquino y llevó la jefatura de Lingüística con bastante satisfacción.

Poco a poco sus textos se hicieron más calmados y apostaba por el comentario de los libros de manera cariñosa. A veces opinaba con demasiada benevolencia.

–En lugar de analizar los libros, tú realizas el elogio de los autores –le dije.

–Es que yo no hago crítica literaria –me dijo–. Yo soy un apologista de mis amigos.

Efectivamente, publicaba artículos elogiando a sus amigos iquiteños, muchos de los cuales solían escribir con los pies. Después publicó un artículo en defensa de lo indefendible: loas al cauchero Julio C. Arana, quien había asesinado a más de treinta mil personas en apenas dos décadas de explotación cauchera en la selva.

–Es que nunca se ha probado que Arana matara a nadie ni que lo hubiera ordenado. Si sus capataces lo hicieron, todas esas muertes fueron culpa de ellos y no de Arana.

De la tibieza había pasado a los rigores del bando contrario. Prueba de ello es también su artículo en defensa de la oligarquía católica y de un cura que hacía el papel de Rasputín en Iquitos. No podía ser de otra manera. Los curas le venían pagando los pasajes en cada visita a la selva.

También un romántico

–Eres un poeta del amor nostálgico –le dije–, del amor lejano, del amor derrotado. ¿Por qué no del amor celebratorio?

–Es que mi poesía es romántica, y el romanticismo es amor imposible, nostalgia y también dolor.

Había que acercarse a menos de un metro para oírlo. Su voz siempre había sido apagada, baja. Nunca he podido imaginarlo frente a un salón de clases.

–Yo escribo lo que creo, lo que siento -me dijo–. Esa es mi manera de ser.

–¿Y ahora qué preparas? -le pregunté.

–Literatura amazónica, igual que tú.

Últimas charlas

Manuel Marticorena escribió que Luis Hernán Ramírez había pasado por tres momentos vitales: revolucionarios, de acomodo con los funcionarios y la iglesia, y de retroceso ideológico. Serían los signos de la época, que también albergaban lo absurdo.

–¿De veras te parece bien defender a un genocida? ¿Y tus ideas socialistas?

–Es que defender a Arana, que era un patriota, es defender también el socialismo.

–¿Y defender al cura español ése?

–Es que es mi amigo.

Habría visto mis ojos tan abiertos que se echó a reír divertido. Tomamos unas cervezas y nos reímos.

Una vez me hizo una larga entrevista en el hotel donde se albergaba y enseguida yo hice lo mismo. Pero mi grabación salió defectuosa y se lo dije. Accedió a repetir la entrevista y esta vez gastamos algunas horas en ella. Nunca pude transcribirla, porque las cintas, por el juego de algún duende travieso, fue reemplazada por otras grabaciones.

Adiós al amigo

Al poco tiempo Luis Hernán Ramírez falleció. Fue una noticia lamentable, y precedió a la partida de otro amigo entrañable como Roberto Bedoya Becerra, también estudioso de la literatura amazónica.

Recuerdo que con el poeta Carlos Fuller lo llevamos a pasear por las callecitas pobres de Belén y montamos una frágil canoa con la que cruzamos el río Itaya. Yo le había prestado una novela inédita y Luis Hernán la había leído la noche anterior. No me hizo ninguna crítica ni tampoco una apología. Pero se la pasó hablándome de todas las cosas que yo hubiera podido incluir en la novela, por ejemplo, esto y aquello, así y de esta manera. Nos divertimos como jóvenes ingenuos e hicimos el pacto de darle una tregua a los debates literarios.

–¿Tú crees que la literatura vale la pena?

–Nunca he creído que la literatura vale la pena. Pero es un gozo que difícilmente puede ser comparado con otra forma de placer.

–¿Nada más que placer?

–Placer, sentimiento, intuición, inteligencia y todo lo que tú puedas ser capaz de ponerle.

–Y belleza.

–Sí. Y belleza.

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