La primera vez que leí Sangama, la gran novela de aventuras en la selva de Arturo D. Hernández, quedé peturbado para siempre. Justo tendría mis ocho o nueve años de edad y me encontraba en las sierras de Marca, el hermoso pueblo de mis padres en Ancash. Y ahí, envuelto por los relatos fantásticos de tías y abuelos que contaban del gigante Canlín, la cabeza voladora de la Qeqi, las tribulaciones de Juan Oso, las risueñas aventuras del Ichic Ollco o las apariciones y desapariciones de los auquish y chacuas, esos viejitos guardadores de los cerros, de pronto me encontré con un libro igualmente fascinante, fabuloso, encantador. La literatura oral y la literatura escrita me envolvían suavemente, y los personajes andinos y amazónicos empezaban a latir en mis venas sin ninguna dificultad, acaso con la misma naturalidad que las figuras selváticas del otorongo, monos y serpientes de la selva emergían de la iconografía andina de Chavín y de la costeña de Caral.
Sangama me atrapó de inmediato. Abel Barcas, joven explorador en el alto Ucayali, llega al pueblito de Santa Inés donde conoce la tiranía del Gobernador y sus secuaces el Toro y el Piquicho. Y conoce también al gran Sangama y se enamora, cómo no, de su bella hija Chulla, la de ojos verdes, la de piel suave.
Pero Sangama no es un hombre propiamente de la selva. Más bien es un descendiente de los Andes que guarda una profunda sabiduría que le fuera transmitida por generaciones. Busca el ídolo, para conocer las claves del regreso del gran imperio incaico mientras vive y desmadeja los misterios de la vida amazónica, las costumbres de los animales y los hábitos particulares de los pueblos indígenas.
Pero es una novela al gran estilo de las novelas. Es decir, una narración que nos envuelve con historias sencillas pero sugerentes, hasta que los elementos maravillosos se hacen naturales y la acción termina por atrapar nuestra atención con sus anécdotas fulgurantes, plenas de secretos revelados, amores inconclusos y magia verbal para articular las diversas historias de esta gran historia.
¿Qué es Sangama? Es la búsqueda de lo inalcanzable, del pasado, del sentido de nuestra existencia.
Sangama es la apuesta amazónica por la cultura andina, donde el personaje vislumbra la matriz cultural que da vida a casi todo el continente sudamericano. Y lo hace con un referente inmediato, caro a los peruanos: la vuelta del imperio incaico.
Una primera lectura de la novela nos induciría a pensar que Arturo Hernández, el escritor, se pone a la cola del indigenismo para destacar el valor andino mediante los incas, acaso sus últimos representantes autóctonos. Pero cada vez que leo nuevamente la novela, año tras año, son sueños e imágenes distintos los que me asaltan. Antes que el discurso ‘incaico’, veo el comportamiento andino-amazónico de Sangama como un valor fundido y complementario.
Por eso resalta, muy nítido, lo que ahora llamaríamos un comportamiento ecológico, una visión equilibrada hacia la naturaleza y sus recursos, incluso un cariño igualitario hacia los otros grupos indígenas cuyos secretos conoce gracias a la confianza compartida.
Pero no olvidemos algo importante: la exigencia de la crítica amazónica de encontrar un ‘personaje amazónico’ en la novela encontraría en Sangama a alguien totalmente lejos del ideal requerido, porque, en última instancia, el personaje lleva a cuestas su sabiduría andina en plena selva, y se constituiría en un híbrido cultural antes que en símbolo original y propio de lo amazónico.
Sin embargo, quedan para siempre las imágenes de un concurso de anécdotas que nos embrujan y nos dominan. Desde aventuras con animales, hasta encuentros mágicos con brujos que envenenan y matan por codicia, celos y venganza. ¿De qué otra cosa se mata en la literatura, o acaso en la vida real?
Pero Sangama, la novela, es también una dulce y encantadora trampa para cualquier lector que desconozca la selva. Recuerdo haber visto en el avión, mientras viajaba a Iquitos, Pucallpa o Tarapoto, a lectores con su Sangama en mano, atrapados por la historia, imaginando que apenas pisen la selva le saldrían al encuentro serpientes u otorongos o que los llevarían al hotel en frágiles canoas.
Nada más alejado de la realidad. Más que un reflejo de la selva, de Sangama hay que destacar el gozo por la aventura, el mismo placer que sentimos al releer Los tres mosqueteros de Dumas. Y comprender que la narrativa, antes que experimento con las palabras, es ejercicio con las historias, con los sueños, con la magia de los mundos que nos toca inventar tal como Sangama nos lo muestra de manera natural y sencilla.
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