Pedro Manay Sáenz / Chiclayo
Osado e inteligente resulta el planteamiento narrativo de
la novela (¿o antinovela?) “El árbol”, del novelista (¿o antinovelista?) Miuler
Vásquez González (San Martín, 1982). Si se dice que no debemos perder la
capacidad de asombro de la niñez, también habría que decirse que debemos conservar,
siempre, la capacidad de experimentación en la creación literaria. Esto último
nos lo recuerda, con bizarra decisión, Miuler Vásquez. Hace poco, leí que el
autor atento con su lector no le ahorra trabajo. La novela “El árbol” parece
adherirse a esta exigente idea. Conversando con Gilbert Delgado, brotaba la
pregunta: ¿se trata de un libro hecho para el lector común o para el estudio
especializado? La verdad, yo, hasta este momento, no tengo la respuesta. Su
breve nota biográfica indica que, desde hace algunos años, es ingeniero
agrónomo; pero, sobre todo, y “desde siempre, ha vivido para la literatura”. Es
cierto. Su libro revela largos años de brega en la “bendita manía de narrar”.
“El árbol” constituye, a nuestro parecer, un audaz experimento narrativo que
nos recuerda la infinidad de posibilidades de la creación literaria y la
capacidad desautomatizadora de la Literatura, siempre abierta a nuevas
posibilidades.
Alucinación y ambigüedad parecen ser dos rasgos
importantes que debemos precisar desde el principio en esta novela. Parte de la
audacia del autor consiste, por ejemplo, en demostrar que no hace falta
especificar nombres de personajes ni de lugares para construir un relato (en la
pág. 92, expresará el fundamento: “porque eso de poner nombres es de humanos
poco creativos” -por supuesto, una aseveración personalísima del autor). Miuler
asume como desafío literario -síntoma de su encomiable obsesión por lo
radicalmente original-: “escribir un relato que nadie pueda resumirlo, extenso,
con marcadas variaciones en cada párrafo y sin basarse en los métodos
convencionales que el conjunto de los escritores que pueblan la tierra suelen
usar” (pág. 56). En este punto, es necesario ordenar nuestro comentario
tratando de establecer algunos apartados en función de los hallazgos
realizados.
1) Propuesta de una novela distinta: Que se sustenta en
el alejamiento de las características convencionales (de la mayoría de las
novelas, al menos). Así, se observa: la ausencia de párrafos, el no uso de
nombres de personajes ni de lugares; tampoco hay uso de guión mayor de diálogo;
se tiene un epílogo que no aparece, precisamente, al final; y se observan las
acotaciones en cursiva del narrador omnisciente. Miuler aboga por una creación
libérrima, distinta. Leamos a su entusiasmado personaje cuando proclama la
creación de un relato “muy meritorio, sin barreras de la índole que fuese,
único en su género, capaz de captar la atención de los lectores desde la
primera palabra. Eso es lo que percibo, y créeme, lo está logrando” (pág. 56).
Es en esa perspectiva que se produce una especie de desdoblamiento del autor y
establece una permanente vigilancia de la dicción y la actuación de sus
personajes (que, a ratos, adquieren vida propia y se permiten enjuiciarlo
también a él). Todo debe apuntar hacia la originalidad total, puesto que hay un
rechazo al novelista en el sentido tradicional: “(…) un escritor del tipo…
¿novelista? ¡No lo quiera la humanidad! Tampoco le permitiré -dice el
innominado personaje- semejante abominación, de ningún modo, primero me
extermino junto a él y exploto, o más fácil: le pego un tiro y silencio sus
dedos. Sí, eso haría, y no es una ostentación ni osadía. Lo digo en serio,
¡entiéndeme!, ¿si tú fueras yo, le dejarías que fuese un vulgar novelista?
(pág. 56). Hay, en M. Vásquez, la obsesión por diferenciarse, por plantear algo
verdaderamente nuevo. Quiere ser innovador radical. No quiere que lo
encasillen; mucho menos que lo incluyan en las taxonomías literarias
convencionales. “Ésta no es una novela, ni un monólogo, ni nada que se parezca
a algún género literario” (pág. 57). Lo que reitera la necesidad urgente en M.
Vásquez de romper esquemas, de renovar (característico rasgo de todo artista
-incluso científico- joven, como bien lo explica Scott Thorpe, en su libro
“Cómo pensar como Einstein”).
2) Seguimiento del relato: La presencia vasta e insólita
del árbol marca grandes tramos del libro. Difícil sintetizar su naturaleza y
los hechos acaecidos en función a él. Señálese, al menos, que el árbol era una
inmensa casa donde todo objeto era de madera, a excepción de la chapa de la
puerta. Pero, el árbol pasó por una metamorfosis que, a nivel de relato,
adquiere una perspectiva mágico-realista: el árbol iba a ser cortado; pero, el
hombre que lo regaba lloró tanto que, el árbol, conmovido por eso, y luego de
cierta conversación misteriosa, amaneció convertido en un grande y hermoso
castillo de madera. Pero, es necesario preguntarnos, ¿qué tipo de persona es el
gran enunciador del relato, el personaje narrador? Tal es una de las
ambigüedades del libro. Una hipótesis sería afirmar que el narrador de todas
las cosas insólitas y hasta inverosímiles que se presentan es un hombre
alucinado. De su mente febril y seguramente maníaca surge una frondosidad de
sucesos, de imágenes, de planteamientos hasta filosóficos sobre una variedad de
temas esenciales. Parece un Quijote en delirio, un largo túnel onírico, con
tramos incluso estrambóticos; pero que no deja de tener un sentido estético
sorprendente. El interlocutor es un amigo siempre receptivo, nunca emisor. Al
final, luego que el personal médico sube a la camilla al absorbente narrador,
se revela que el tal “amigo” sólo es “un muñeco mugroso y cochino” (pág.115). Y
queda más claro que nunca que el protagonista es un paciente psiquiátrico y nos
obliga a repensar todo lo leído, y a suponer cuánta mezcla de verdad y de
ficción -dentro de la misma ficción narrativa- hay en todo lo anterior; nos
obliga a preguntarnos: ¿y los reyes?, ¿qué simbolizan los reyes? ¿Serán
distintos yoes o máscaras de alguien? ¿Y la reina infiel?: ¿no es, quizá, una
alegoría de su propia esposa? Si el objetivo de M. Vásquez ha sido complicarle
la vida al lector, creo que lo ha logrado. Y es que, conforme uno va leyendo,
casi automáticamente, van surgiendo las preguntas. Terreno ambiguo. Y, cuando
crees tener algunas certezas de lo ya leído, el final te vuelve a mover el piso
y caes, otra vez, en la incertidumbre. ¿Volver a leer el texto? Si se quiere
dilucidar bien las cosas, habría que hacerlo. En todo caso, tarea para el
análisis profundo y deductivo de “El árbol”. Lo nuestro es apenas un
comentario.
M. Vásquez muestra una visión personal y distinta de las
cosas, casi desde la maravillosa óptica del pensamiento infantil. Por ejemplo,
cuando leemos: “Bello era el paisaje (…), no el sol. A propósito, el sol
parecía una fruta ácida y podrida sometida a mucho calor” (pág. 18). Puede
decirse que, en este singular relato, hay incluso algo de la perspicaz
ingenuidad (si se me permite la paradoja) del principito de A. de
Saint-Exupéry: “¿Me preguntas siquiera por el cabello del Rey, si es oscuro o
castaño, escaso o abundante?” (pág. 18). El desbordado relato del extravagante
narrador introduce eficazmente al lector en el extraño y sutil universo arbóreo
concebido por M. Vásquez. No es exagerado afirmar que, en “El árbol”, se
siente, a ratos, un aire garcíamarquesiano, el que corre en “Cien años de
soledad”. Tres pequeñas muestras. La primera, cuando habla del primer Rey;
escena notable, talentosa, macondina:
“Lidiando con la realidad, conquistó muchas ilusiones, se
adhirió a ellas y su cuerpo experimentó cambios que no pudo descifrarlos más
que por un leve período; entonces, a pesar de encontrarse con su malsana
identidad, reflexionó y no quiso perderse en ese mundo insano que le rodeaba,
aunque supo de antemano que no podía cambiar el rumbo del destino, así le daban
a entender los grilletes que aprisionaban sus extremidades, también las
cadenas, la andrajosa ropa que traía puesta, el excremento nauseabundo y la comida
maloliente que nadaba en charcos de vómito. Sabía que iba a morir ahí.
Efectivamente, hasta ese momento nadie se había atrevido a separarlo de aquella
propiedad con dueño desconocido. Fue en ese periodo precoz de sabia existencia,
que el Rey perdió el control por completo, se tambaleó mil veces, oyó las
palpitaciones más que nunca y, esquizofrénico, rabioso, mordió las cadenas, se
golpeó contra el piso y arrancó cuanto cabello encontró en su cabeza, se
desgarró la piel, se mordió los brazos y exclamó con furia que no era humano”
(pág. 19-20).
Esta segunda muestra, nos hace evocar la peste del olvido
(en la misma obra de García Márquez). También se refiere al primer Rey:
“¿Qué en qué momento había llegado a tal extremo? No lo
sabía porque había perdido sus recuerdos” (pág. 20).
Y la tercera muestra nos recuerda a los varios personajes
Buendía, que pueden confundir al lector (y que ha sido motivo de esforzadas
genealogías). Cito:
“Bueno, se me ocurre, para evitar confusiones con los
reyes postreros, llamar al Rey que quiso apropiarse del árbol y murió dentro de
él, el Primer Rey; al siguiente, el Segundo Rey, y así seguiré. ¿Estás de
acuerdo, amigo? Bien. La estirpe del Segundo Rey era numerosa” (pág. 26).
Una escena importante refiere acerca de la infidelidad de
la reina (tema crucial y clave en toda la novela -la infidelidad conyugal-,
¿posible causa o detonante de la demencia del protagonista?). La poliandría de
la reina acongoja al príncipe cuya psicología, en tal circunstancia, tiene algo
de Hamlet y de Segismundo. A la muerte del primer Rey, el príncipe asume el
mando con actitud insospechada.
Puede decirse, en este tramo, que parte del atractivo y
magia de este atípico relato se sustenta en una doble perspectiva del narrador:
la del adulto analítico y culto, y la del niño silvestre y fabulador.
En las páginas 21 y 22, el tema de las emociones y la
sensibilidad (otro tema esencial en “El árbol”, que nos induce a afirmar que estamos
ante una novela psicológica) comienza a adquirir gran importancia. Luego,
vendrán muchas más alusiones al tema. Una de ellas se refiere a las escenas del
niño en su relación conflictiva con el padrastro y con el medio hermano que, al
principio, no acepta ni quiere. Después, la escena de la burla que hacen los
policías del mismo personaje ya casi adolescente. Es decir que el plano
emocional, en esta novela, tiene un valor fundamental, lo que permitiría un
análisis psicológico del texto.
Luego de la muerte del primer Rey, la reina ya no fue la
misma mujer de antes, talvez agobiada por la culpabilidad, y -por el
contrario-, en el príncipe, aparecieron deseos de grandeza. En esta parte, M.
Vásquez desliza el tema del poder: “Sin duda, el poder era más fuerte que todos
los sentimientos dirigidos, ella lo sabía” (pág. 23).
Por otro lado, hay que decir que M. Vásquez logra la
creación de ambientes oníricos fantasmales y despliega impactantes
descripciones que parecieran extraídas de los filmes “Más allá de los sueños” y
“Ghost”. A ratos, se condensan acciones y sucesos insólitos, que refuerzan
nuestra idea de semejanza con el espacio novelesco macondino. Breves ejemplos:
“(…) este paisaje que, a cada segundo, se volvía más macabro”. “Traía una
joroba muy grande y reía a voces llenas” (pág. 35). “Su cuerpo contaba con
cicatrices de centenares de amores, todos muy malos, amantes que la usaron y la
dejaron olvidada” (pág. 36). A esto mismo, talvez abonen también las páginas 41
a 44, donde el autor extiende una original ficción creacionista.
En las págs. 47 y 48, ocurre uno de los hechos más
intensos: el enfrentamiento del 4to. Rey (que aparece como un ser extraño e
intimidante) contra un asustado grupo de gente. Leamos un fragmento:
“(…) un rayo fulminante de locuacidad le hizo
resplandecer aún más y, excitado ante su claro proceder, se detuvo y quiso
hablarles; pero su voz no se anunció conforme, por el contrario, sonó a
graznidos incoherentes. Volvió a intentarlo, les hizo señas con las manos
tratando de explicarles que buscaba un árbol, insistió en su cometido, cantó
como sabía para agradarles y, en vano se esforzó. Los rostros le miraban con
temor, anonadados, no fuera que se le ocurriese matarlos a todos, incluyendo a
los niños. Podría ser, qué no veían que no era humano, qué no se daban cuenta
de que quizá, esa cosa de enfrente representaba un castigo por lo mal que se
portaban… “¡Tonterías!”, apagó una voz los comentarios, “¡matémoslo!”… ¿Qué si
lo mataron? No habrían podido aun si todas las manos presentes le hubiesen
asestado golpes al unísono, sólo que eso no llegó a suceder sino que, estando
el Cuarto Rey acechado por hombres embravecidos y armados con palos, consciente
de que trataba con seres inferiores, huyó a toda prisa, con rumbo ascendente,
en dirección hacia la frondosidad más tupida y el monte más alto. Avanzó
abriéndose paso con su propia luz, derribando en su andar la maleza y árboles
menores, sin herirse con las espinas, sin cansarse. Su fuerza era mucha, (…)”.
El enfrentamiento entre el 4to. Rey y la muchedumbre nos
lleva al tema de la oposición realidad extraña vs. realidad común, lo
monstruoso vs. lo humano. Conmovedor resulta imaginar al ser diferente,
poderoso, esforzándose por congraciarse con los humanos; empero, éstos no
resisten la diferencia. Y lo rechazan. Y pretenden eliminarlo. ¿Alegoría, en el
mundo del arte, a la obra distinta? ¿No es la masa la miopía de los críticos
que no alcanzan a reconocer el valor de una obra entrañablemente nueva como
sucedió con la poesía de Vallejo? Podría decirse, igualmente, que el 4to. Rey
parece un símbolo del artista. En todo caso, análoga situación con la de otros
seres extraños y despreciados en la ficción literaria como Quasimodo, Hans el
Erizo, el Minotauro (que Cortázar se encarga de reivindicar) o, en el cine
reciente, el ogro Shrek.
Resulta un poco extraño -en cuanto se manifiesta una
reiterada visión pesimista acerca de la humanidad- encontrar en el mundo
arbóreo de M. Vásquez una visión favorable de la esperanza, como si fuera una
fuerza mágica. Dos citas al respecto: “De no ser por la esperanza que ardía en
sus venas (que le había dotado de fuerzas desproporcionadas) habría muerto ahí
mismo, de hambre o de sed” (pág. 49). “(…) este Rey, siguió con vida, porque
resplandecía de esperanza, porque su sangre llevaba ese fuego vivificador”
(pág. 53).
Asimismo, es significativo el hecho de que este 4to. Rey,
de atacar a un ser humano (ganas no le faltaban, dice el narrador), “se
contaminaría de por vida”. En cambio, consideraba a los animales como algo
sagrado, aunque, cuando lo decidía, podía eliminarlos; eso sí, con el menor
sufrimiento posible. Su rechazo a los humanos es tan fuerte que expresa: “Nunca
más cerca de ellos”; y mantiene su decisión de vivir: “lejos de toda
civilización, a expensas del ancho y majestuoso peligro” (pág. 50).
De cuando en cuando, el narrador omnisciente indica que
se escuchan, amenazadoras, las sirenas policiales. Al final, sabremos que se
trata, más bien, de la sirena de una ambulancia.
El protagonista, reiteradamente, indica su rechazo al
sentimentalismo y su defensa de la sinceridad. “Sin pena, nosotros no somos
como esa otra mitad con corazón que está del otro lado. No nos parecemos a ella
que finge, que vierte comentarios benéficos para llevarse bien con los demás”.
Y es que el protagonista aboga por la sinceridad a fondo, la de los niños y los
locos (lo que se corresponde, obviamente, con la condición del personaje).
Sinceridad que extiende al ámbito literario: “(…) te lo diré sin mediar las
consecuencias, dice “me pareció tierna tu historia” encontrándola ridícula. Sí,
amigo, así es como vive -esa otra mitad con corazón-, fingiendo. Y cuando le
vuelve a ver, de nuevo: “he leído todos tus cuentos y cada uno me parece
excepcional”. Así le dice” (pág. 51).
Se encuentra, poco después, una alusión a la Totalidad o
a lo que se denomina Campo Unificado: “Todo, absolutamente todo, está
relacionado entre sí” (pág. 51). Como también alude a la lucha interior entre
razón y pasión (que pocos como el sabio-poeta libanés Gibrán han resuelto muy
bien, poética y filosóficamente, al menos). Hay, incluso, una breve, pero no
menos importante referencia a la meditación.
Poco más adelante, aparece una interesante reflexión
metafísica acerca de la vida y la muerte (pág. 53). “Vivir, morir, soñar:
¿dónde estaba la diferencia?”. Y otra vez, la evocación a Hamlet. Y, asimismo,
la contradicción entre artista y hombres comunes (u hombres no artistas, en
todo caso).
El 4to. Rey aparece como un lobo estepario hessiano.
Encontró su árbol anhelado (¿en sueños?); pero, no le bastó: “¡Seguir,
encontrar otras cimas, perderse en las montañas! (pág. 55).
Conforme avanza el relato, van brotando mayores
evidencias de la anormalidad del protagonista. Repentinamente -como psique
bipolar-, se siente pleno de entusiasmo, de euforia y plenitud de facultades:
“El talento me abruma. En este estado de excitación tan fascinante que me
encuentro, podría volver a entregarme a la justicia y disfrutarlo. Sí que lo
haría; pero no temas -le dice a su enmudecido amigo, que ya sabemos que es un
simple muñeco-, no lo haré jamás: prefiero estar cerca de ti” (pág. 58). Se ha
de inferir, con los datos posteriores, que la tal justicia no es otra cosa que
el hospital psiquiátrico y que las sirenas corresponden a la ambulancia.
Sorprendente -y hasta cierto punto, enigmático- resulta el nivel de profundidad
que logra M. Vásquez para recrear la mente perturbada de su personaje.
Pareciera que su profesión no fuera la Agronomía ; sino, más bien, la
Psiquiatría.
Se reitera que, a lo largo del relato, se muestra una
relación casi conflictiva, insólita, entre autor y personaje. Éste parece
resistirse, heroicamente, a ser un simple monigote manipulable, sin albedrío.
A veces, el relato adquiere la surrealista atmósfera de
la película “Alicia en el país de las maravillas”, recordándonos la excéntrica
psicología del Sombrerero, en la genial interpretación de Johnny Depp. ¿Es “El
árbol” un elogio de la locura? En todo caso, sería también, una apología de lo
diferente. En ese sentido, el narrador afirma categóricamente: “(…) sin
imaginar que en esos “Locos” hay felicidad y encanto. En ellos, déjame decirte,
no hay preocupaciones; en ellos, el dolor es un escape experimental, dulce,
agradable…” (pág. 61).
Otro aspecto importante es la oposición mundo real/ mundo
imaginado y humanidad/personajes literarios: “Me estoy refiriendo,
evidentemente, a los que pueblan el otro lado de estas páginas. Nosotros, por
el hecho de estar aquí adentro, estamos excluidos” (pág. 61).
Una pregunta que dejamos para los lectores, y para
nosotros mismos, es ésta: ¿Qué representa el árbol, finalmente? ¿Es el cuerpo?
: “No hay más que decir; nuestro árbol ha sido regado. Es uno grande, privado,
infinito y absurdo, de esos que llevamos con nosotros a todas partes. Hay reyes
dentro de él, espacios de maldad diseminada, corazones…” (pág. 63). ¿Y los 4
reyes? ¿Acaso son 4 yoes? ¿Nuestro alucinado actante es un hombre con
personalidades múltiples? Téngase en cuenta, por ejemplo, que el 4to. Rey era
el favorito del protagonista del relato, quien llega a decir: “Se parecía mucho
a mí”. Era “bien parecido, luminoso, inteligente, prudente, soñador, grande en
perspicacia, sensible a la naturaleza, fuerte… Era como yo, no hay duda de eso”
(pág. 47).
Pero, en “El árbol”, hay también una preocupación por la
búsqueda de la ecuanimidad -ideal budista- y de la objetiva percepción del
mundo exterior, cuando habla, reiteradamente de no-emociones o como cuando
expresa, por ejemplo: “Él percibió los sonidos sin enojo, neutralizado en sus
pensamientos, e igual pareció no desconcertarse ante un posible acercamiento de
algún congénere suyo” (pág. 68).
En la pág. 70, encontramos el recuerdo de una intensa y
triste vivencia familiar, que nos hace recordar las profundas penalidades de
Zezé, en “Mi planta de naranja-lima”, de Mauro de Vasconcelos. Aquí, Miuler,
obsesionado por ser un narrador diferente, y en su afán ya no sólo de ser un
eficaz narrador omnisciente y desdoblado, sino además de querer controlarlo
todo, se toma la licencia de increpar al propio lector (al que siente como una
especie de intruso en la revelación de aquellos sentimientos encontrados):
“Dentro de sí, algo nuevo acababa de descubrir, un hallazgo que le hacía sentir
muy raro… ¡No interrumpas, lector!, no me refiero al amor”[1] (pág. 70). El
narrador omnisciente agrega: “Su semblante siguió siendo el mismo -el del
personaje-, salvo que, en el otro lado -en el autor- creyó percibir lágrimas”
(pág. 70).
Posteriormente, M. Vásquez muestra algunas realidades del
conflictivo amor humano y el deseo. Así, en la pág. 71, hay una escena de
juventud: el personaje, la novia y el deseo de aquél por la empleada de casa.
Más adelante -en la continuación de diversos flash backs-, el personaje evoca a
su padre y recuerda la casita de tablas mal cepilladas que le hizo, antes que
el padre decida alejarse. Otra de las incógnitas del relato que el lector debe
resolver es la referencia a ciertas “Proezas”.
En otra parte del libro, hay una curiosa referencia a la
mujer: “(…) la hembra (dijiste hembra, no mujer) tenía cierta validez como
portadora de estímulo sexual y médium reproductivo, pero que en definitiva no
servía para nada más que no fuera incomodar la paciencia” (pág. 74). Por
supuesto que, en el personaje alucinado, a la luz del psicoanálisis, podría
hallarse una animadversión de orden psicosexual; en todo caso, asociable a su
conflicto de pareja en torno a la infidelidad.
Más adelante, aparece una escena en la que, según parece,
el personaje es encontrado por personas que lo andaban buscaban. Pero, logra
escapar, llevándose consigo a su “amigo”. Debido a ello, en un instante de
consciencia supranarrativa, el personaje explica que los quisieron sacar de la
historia para llevarlos a un hospicio, torturarlos con preguntas y encerrarlos.
¿Por qué?: “Fue porque del otro lado, una mano los puso al tanto. No le gustó
que hablara de su tesoro delante de ti” (pág. 76).
A estas alturas, el relato comienza a adquirir una forma
distinta a todo lo anterior. Las cosas se van definiendo y la ambigüedad
narrativa del comienzo va quedando lejos para dar paso a un final esclarecedor.
Entre otras cosas, el personaje anuncia un epílogo que no será propiamente un
epílogo (puesto que la consigna es lograr un texto realmente original): “(…) lo
que viene es el epílogo. Un epílogo que no tiene título, naturalmente. Esa
semana (estoy empezando ya), fue la peor de su vida” (pág. 77). Viene, luego,
el irritante incidente con los policías (nos viene aquí la pregunta de índole
psicológica: ¿no es la sombra fantasmal, de origen traumático, de esos policías
los que siente el personaje como posteriores perseguidores, en su distorsionada
percepción de la realidad, cuando confunde la sirena de la ambulancia con la
sirena “de las patrullas policiales?). Siguen, después, otras evocaciones
familiares, como un fin de semana fatal y la drástica solución al problema del
estreñimiento, que motiva uno de los pocos instantes de humor en el libro como
cuando se acuña la hilarante frase (que alude al personaje): “ha venido a visitarnos
el cagoncito” (pág. 82). Después, viene el fin del inusual epílogo: “Fíjate que
el epílogo concluye con una parte que no es en sí el término de la historia
-confirmación de su atipicidad-, sino un fragmento de ella que quizás es
intermedio” (pág. 83). En líneas siguientes, encontramos una alusión a la paz
interior (pág. 84), que es un tema fácilmente asociable a la no-emoción y a la
no-sensibilidad que ocupan varios momentos del libro. Por otro lado, aparece,
en varios momentos, la gravitación (otro enigma por resolver) de la flor
destruida (¿el tema de la belleza y la muerte?). Así también, viene una larga
escena en la que se habla del matrimonio del personaje, del placer, de la
ausencia de hijos, y del surgimiento del “mayor monstruo, los celos”.
Ya en la nueva tónica del relato, como hemos advertido,
el libro atrapa en un ágil relato de escenas de celos y broncas entre personaje
y esposa, como la cita de ésta con un tipo rubio. Subrayemos el cambio evidente
en la atmósfera narrativa y en la temática. Toda la rica y sugerente ambigüedad
de temas y situaciones anteriores adscritas al realismo mágico ceden el paso a
una casi corriente -pero de igual valor narrativo- historia de casados clase
medieros con sus conflictos y angustias de infidelidad y celos y con la típica
intromisión de la “mocita impúdica, de buenas piernas, pezones nacientes y
desmedida sensualidad”. Sin embargo, esta parte de la historia es de gran
importancia por cuanto esclarece varias cosas (dejando algunas otras en el
terreno de las hipótesis). Una probable certeza es que el personaje enloqueció
por celos. Y que, en su locura, llevó a su mujer al ya mítico árbol, donde la
ponderada flor (enigma por resolver), cual bálsamo o panacea, derrotaría las
maldades del mundo y donde podrían alcanzar armonía y paz. Lo intrigante del
relato sigue siendo la voz del personaje narrador que asume ser una mitad y que
se considera externo al esposo enloquecido. Más misterioso aún, que esa voz
afirma ser el personaje que regaba y cuidaba el árbol. Nosotros asumimos que
son dos yoes del mismo personaje, especie de escisión de la personalidad
(clínicamente hablando: esquizofrenia). El final del libro es emocionante,
puesto que todo desemboca en una posible solución feliz. Se aclara que el amigo
es un pobre muñeco y que el esposo entra a un sanatorio y es bien cuidado por
parientes y familiares. Y que, a la manera de actividad catártica y
terapéutica, se pone a escribir, febrilmente, tecleando una vieja máquina de
escribir. El otro yo, o la otra mitad -supuesta- del personaje se integra en
uno solo: “Finalmente, el delirio, que le llenó de suspicacias en el último
tramo de su caída, le hizo suponer que volvería a unirse con su otra mitad ya
cuando éste reposase sobre una camilla con destino a una clínica y que, aquel
encuentro, serviría para desprenderse de sus emociones y dejarlas en ese cuerpo
que luego despertaría sano, victorioso, con su obstinada esposa viva y seres
queridos al lado, bienaventurados de verle resuelto y cuerdo… (pág. 115).
Melancólico desenlace que invoca la cordura y el cese no sólo de la lluvia,
sino también de los laberintos de la mente y de toda laya de sombras
fantasmales que pueblan una psique dolorosamente alucinada. Nos recuerda la
culminación de “Don Quijote” y esa extraordinaria película titulada “Una mente
brillante”, basada en la historia real del Nóbel de Matemática, Prof. John
Nash.
El final nos permite afirmar que el deseo de negar las
emociones no era sino un mecanismo de defensa que consistía en evitarlas puesto
que el sufrimiento había sido mucho. Asimismo, el árbol parece constituir
-haciendo falta aquí el psicoanálisis- un símbolo de refugio del personaje, un
espacio de evasión de los problemas y las penas del mundo. Otra incógnita que
nos queda es si la esposa no sufrió daño alguno de parte del esposo, habida
cuenta de la condición mental del mismo. El final del relato nos remite al
comienzo, circularmente. Las últimas páginas, al dar nuevas luces, nos plantea
la necesidad de repensar la lectura tomando en consideración los factores
causales que estaban relativamente ocultos. Todo ello nos conduce a pensar que
la concepción de este relato ha sido bastante inteligente. Talvez, habría que
visualizar el libro en términos de un filme. Sería apropiado para facilitar su
comprensión. Los datos escondidos y las elipsis del cine son más inteligibles
que las de un libro. Congratulaciones a Miuler Vásquez. Aplaudamos este
brillante esfuerzo y vaticinemos nuevas y aún más sorprendentes novelas (¿o
antinovelas?).
3) Recursos narrativos:
a) Desdoblamiento: Empleo este concepto para referirme al
hábil -y no fácil- recurso de M. Vásquez de establecer y administrar
narrativamente varias voces: la del narrador denominado omnisciente, la del
personaje alucinado que cuenta casi todo, la otra mitad de éste, el amigo que
nunca habla, el que “está al otro lado”. Lo interesante de esto es que el
protagonista, como ya dijimos anteriormente, es consciente de que hay alguien
que dirige la historia, hecho que se constata en varios momentos de la novela,
siendo uno de los más sensibles el momento (en el tramo final) en que tal
personaje, junto con su entrañable “amigo”, siente que iban a ser sacados de la
historia. Como es de suponerse, el recurso de tener personajes que asumen su dependencia
del autor, no en un cuento, sino en una novela, exige una lucidez y una
vigilancia permanente durante el proceso de creación. Nos recuerda, por
ejemplo, a “El Mundo de Sofía”, de Gaarder. Creo que éste es un aspecto
resaltante en el trabajo de Miuler. Muestro algunas citas al respecto:
“¿Que qué podemos hacer entonces? Tú nada; yo sí. Lo que
haré, tenlo en cuenta, es por iniciativa propia, ¡nadie me está obligando!”
(pág. 52).
“En suma, lo que intento explicarte, y aquí es en donde
él -el autor- interviene con su lógica para no perderme, es que no creo que los
protagonistas de novelas sean felices, cómo podrían, si tan sólo son monigotes
manipulables, carentes de albedrío…” (págs. 56-57).
“Me parece que la ilación de ciertos episodios no está del
todo conforme y creo que redundo en algunos hechos. Qué con eso” (pág. 57).
“¿Ahora qué? “Usted, monigote, tiene pendiente una
reseña”, pareció escuchar. La voz, en todo caso, pudo haber venido de un lugar
fuera de su alcance. Al final la dejó de lado, y habló: Te seguiré contando del
Cuarto Rey” (pág. 60).
“Su semblante siguió siendo el mismo, salvo que, en el
otro lado, creyó percibir lágrimas” (pág. 70).
He aquí un claro reproche al autor:
“(…) sin embargo, todo es posible para tus dedos rápidos,
que teclean sin parar letra por letra, hasta activarnos los humos como se dice,
y extendernos al precipicio tal cual desenlace que no se detiene ni marca
distancias” (pág. 75).
En la siguiente cita, se siente el reclamo del personaje
y, al parecer, un conato de confrontación con el personaje autor.
“Trataron de sacarnos de esta historia y llevarnos a un
hospicio, torturarnos con preguntas y finalmente matarnos con el encierro. No
les iba a permitir, de ningún modo, al menos no, porque primero debes saber lo
que está sucediendo allá afuera, en el mundo que los humanos llaman real. ¿Qué
por qué intentaron capturarnos, que cómo supieron dónde estábamos? Fue porque
del otro lado, una mano los puso al tanto. No le gustó que hablara de su tesoro
delante de ti. Y dirigiéndose a ningún lado, mirando en todas direcciones:
¡Está bien, no hablaré más del asunto! ¿Callaré para siempre! Dichas estas
palabras, le volvió la cara a su amigo, guiñándole un ojo con la intención de
hacerle entender que lo último que había dicho era mentira” (pág. 76).
Hay un instante en el que el personaje parece fundirse
con el autor, además de esclarecerse quién es (o sería, al menos) el misterioso
ser “que está del otro lado”:
“(…) por el bien del personaje que de hecho no gustaría
de leerse dado a que es la misma persona que escribe y que está del otro lado”
(pág. 86).
b) Preguntas y comentarios empáticos con el lector: M.
Vásquez hace, preventivamente, las preguntas y comentarios que se puede estar
haciendo el lector, gracias a una perspicaz empatía. Uno dice entonces:
carambas, este autor está atento no sólo a su relato, sino también a mí, el
lector. Ello reaviva la historia y genera más interés. Ejms.: “¿Por qué te
ríes? Miró a su alrededor (…) Cómo es posible que te parezca graciosa mi
historia, para nada lo es. No lograrás mentirme, sé por qué te ríes. Lo haces
porque crees que trato de impresionar a alguien”. “(…) y no creo, esto es lo
más importante, que sea un cuento infantil mi relato” (pág.20). “Él imagina a
sus probables lectores leyendo una historia desviada del tema central, y no
quiere llevarse mál con ellos…” (pág. 52).
c) Las acotaciones en cursiva: Valioso elemento en el
discurso narrativo de “El árbol”. Es, casi, el único medio que tiene el lector
para captar algo de información del espacio novelístico planteado y de los
personajes. Obviamente, M. Vásquez recurre a la opción cursiva para
descomplejizar en parte la lectura. No haberlo hecho hubiera complicado más el
texto, habida cuenta que no hay guiones de diálogo ni sangrías ni párrafos;
sólo un kilométrico discurso que, como un caudaloso río, arrastra todo lo que
llega a su cauce. Las acotaciones en cursiva son la voz del narrador
omnisciente.
d) Uso de las funciones apelativa y fática del lenguaje:
En tanto, el protagonista está siempre intentando tener una comunicación óptima
con su “amigo” y, por si fuera poco, hace alusiones al lector (no siempre
gratas, por cierto). Ello permite mantener la fuerza y la vivacidad de la
enunciación estimulando eficazmente la continuación de la lectura.
e) Alusiones irreverentes al lector: “Entiendo que los
lectores, si siguieran al pie de la letra mis últimas palabras, creerían eso
que acabas de decirme, con algo de razón, pero tú, que no eres de la calaña de
ellos[2], ¿te atreves a insinuarme semejante aseveración?” (pág. 45).
f) El interlocutor mudo: Éste es un recurso bastante
hábil dentro de “El árbol”. Sin él, hubiéramos tenido un monólogo seguramente
tedioso. El “amigo” (que, al final, se descubre que no es más que “un muñeco
mugroso y cochino”) tiene una importancia vital en la obra. Gracias a él, el
protagonista alucinado puede exteriorizar todo su discurso. Por supuesto, en la
mente de éste, el muñeco aparece como un hombre de carne y hueso. Es el
personaje-ayudante que posibilita la realización del diálogo monologante.
Parecido al recurso de los diarios personales, donde hay un supuesto oyente
(aunque en el diario, la decisión es consciente). De manera que la percepción anómala
del protagonista es un factor primordial para la gestación del relato. Cuestión
que no deja de tener una dimensión bastante humana y que nos remite a otros
textos -literarios y cinematográficos- en los que la alucinación de un
personaje es el origen de sucesos y discursos extraordinarios e impactantes
(además del Quijote, recuérdese, por ejemplo, “El Licenciado Vidriera” o, en el
cine, a “Una mente brillante” o el viejo capítulo aquel de Malú Mujer, donde un
cordialísimo loco genera ideas novedosas y libertarias, hasta que lo vuelven a
internar. Y hasta nos hace recordar las historias de varios artistas, como Van
Gogh, verbigracia (en las dos versiones que hemos visto acerca de él, una de
ellas, con la notable actuación de Kirk Douglas). Todo lo cual nos conduce a
pensar que, de pronto, “El árbol” puede constituirse en una original y valiosa
obra que hace reflexionar acerca del abrumador tema de la locura, que no es
otra cosa que reflexionar sobre la humanidad entera y el sentido que ésta le
otorga a la Vida.
g) Constante y explícita evaluación del relato:
“(…) no le gustó esta palabra para reiniciar el enlace de
lo que venía contando, porque antes ya la había utilizado varias veces; sin
embargo, ya nada podía hacer” (pág. 86).
“(…) y que se llamaba “Whisquería Ir…” (La segunda
palabra era una relativa al nombre de un país europeo. Como te habrás fijado,
no hay nombres ni de personas ni de ciudades en ninguna parte de estas palabras
que he vertido a lo largo de estas horas que estoy contigo; es por ello que no
pongo el nombre de esa ciudad (…)” (pág. 92).
4) Temas abordados: Aunque en variada proporción, y como
valiosos ingredientes del inquietante discurso narrativo de esta novela, el
autor despliega visiones personales acerca de temas esenciales como: la
naturaleza humana, el poder, las emociones y la sensibilidad, la infidelidad,
la locura, la mujer poliándrica, erotismo, la muerte, la creación y el
universo, la ecología, el miedo, naturaleza/civilización, lo insólito/lo
normal, exploración interior, innovación radical de la narrativa, lo
excéntrico, relación niño-madre-padrastro, el conflictivo amor de pareja, el
deseo, los celos, las huellas psíquicas de las experiencias de la niñez.
5) Visión desencantada de lo humano: A lo largo del
libro, M. Vásquez -personaje de por medio- expresa libremente un conjunto de
apreciaciones acerca de la humanidad. En general, el enfoque es desalentado,
casi amargo. Por supuesto que es el pensamiento del protagonista del relato.
Pero, ya que el autor interactúa con sus personajes, asumamos, también,
nosotros que aprovecha a su elocuente “monigote” para decir sus propias
verdades. El libro, a veces, resulta bastante duro con la humanidad. Algunas
muestras:
“¡Que por qué los humanos no quieren ser humanos?... A
ver, déjame pensar, debe de ser por miedo, o por alegría, o por sentirse
disconformes, sí, eso es, el no estar conformes nos abre una alternativa para
inmiscuirnos en los defectos de los demás (…)” (pág. 17).
“Creyó que una razón fundamental para dejar de querer ser
humanos implicaba olvidarse de todas las emociones” (pág. 19). El personaje ha
pasado, y sigue pasando, por una realidad afectiva dolorosa. Es la causa del
rechazo a sus emociones. Parecido a las mujeres que no quieren saber nada del
amor porque han vivido una experiencia sentimental traumática. Tiene lógica.
“Soy humano, los humanos sí lloramos, somos sensibles”
(pág. 19).
“Tú no tienes la culpa, esto nos pasa por tratar de
explicar la compleja existencia de los seres humanos, además, para qué hacerlo
si nadie lo entendería” (pág. 18).
“(…) y te encuentras a expensas de un campo abierto lleno
de humanos (…) (pág. 45).
Puede establecerse una semejanza de valoración de lo
humano con el polígrafo Marco Aurelio Denegri, quien, en cada ocasión que
puede, no disimula su visión pesimista de la humanidad. O, hasta nos trae el
recuerdo de la mordaz idea de Mark Twain: “A mi edad, cuando me presentan a
alguien, ya no me importa si es bueno, malo, rico, pobre, negro, blanco, judío,
musulmán o cristiano. Me basta y me sobra con que sea un ser humano... Peor
cosa no podría ser”.
“No es de extrañar que los humanos no pudieran mejorar
sus vidas, nunca lo podrán. Ellos son así, despreocupados del porvenir; de no
ser como son, se hubiesen preocupado por aprender, pero no, ellos prefieren
dedicarse a buscar técnicas difíciles para vivir. Para comer, dormir, hacer
algo placentero, por ejemplo, hoy requieren de grandes esfuerzos. Sufren, cómo
sufren. Y las guerras, del mismo modo, son alicientes de grandeza, ¡pobres
humanos, tontos!” (pág.36). Éste es uno de los cuestionamientos más
interesantes que hace “El árbol” acerca del hombre. Critica la artificialidad
de la vida, la falta de previsión para el futuro y el perverso objetivo de las
guerras. Cierto que son las palabras de un personaje alucinado. Pero, en
Literatura, las ideas de los locos son, con frecuencia, las más lúcidas.
También se cuestiona el cuasi genético mal hábito de juzgar
(que Deepak Chopra recomienda tanto combatir a fin de tener una percepción
realmente objetiva de la realidad):
“Creen tener el derecho de juzgar a los demás” (pág. 45).
Talvez, la que sigue sea una de las críticas más directas
de “El árbol” al género humano (aunque debiera ahondar el análisis y descubrir
las raíces más hondas del problema, que no es de orden ético solamente; sino,
también, económico y político):
“El único que arruina esta civilización perfecta es el
hombre: él es quien verdaderamente destruye, por placer; él quien persigue y
mata sin sentido; (…) es quien altera la conformidad de la existencia” (pág.
46).
“(…) mejor se enfrentaba al cansancio, a la desesperanza,
al infortunio; estos eran sus verdaderos enemigos, no los humanos insignificantes,
que poco valían para que les diera importancia” (pág. 48).
“Para los humanos comunes, claro, vivir significaba
respirar, alimentarse, vestirse, fornicar, pelearse…” (pág. 53), diagnóstico
bastante similar al de la filosofía Hare Krishna; pero, no coincide en oponer
el ideal espiritual de estos. Más exactamente, el narrador indica que: “(…)
para él, de sangre real, inconforme, superior a ellos, vivir no era más que un
estado de transición” (pág. 53) (interesante concepto, aunque no indica hacia
dónde o hacia qué estado superior). Lo que sí deja entrever es la posibilidad
de la perfección humana: “(…) a no ser que, como seguro ocurrirá, me encontrase
con el humano más perfecto de esta tierra. Entonces sí que echaría por el suelo
sus palabras escritas, y le haría pedazos, yo sé cómo. Lo destrozaría, sin que
importe mucho (dado que su corazón es en parte mío), el que yo muera en el
trayecto” (pág. 54). Por supuesto, el hombre no es perfecto; sí, perfectible.
“¿(…) no le expresaste con aires de superioridad tus
conceptos sobre la razón de ser de los humanos, que a tu entender te ponía por
encima de ellos (…)?” (pág. 74).
“(…) la sinrazón que conforma esta sociedad” (p.80).
M. Vásquez siente el apremio de enjuiciar críticamente a
la humanidad, a la sociedad, por toda la crisis mundial que se vive (en todos
los planos: ético, político, educativo, ambiental, ideológico, etc.). Pareciera
una paradoja esta visión pesimista -digamos, mejor, realista- en un autor que
no alcanza aún los 30 años (la “funesta edad de amargos desengaños”, como decía
L. A. Sánchez); pero, es, en todo caso, una crítica sincera. Talvez, con el
paso de los años, Miuler -junto con sus personajes- se reconcilie,
parcialmente, siquiera, con la humanidad (al menos, con el sector honorable de
ella). En todo caso, vale recordarle la frase del mexicano José Vasconcelos,
que solía citar Mariátegui: “Pesimismo de la realidad; optimismo del ideal”.
A manera de conclusión:
Hemos querido exponer algunos breves hallazgos y expresar
ciertas ideas que, quisiéramos, motiven la lectura del interesante trabajo de
M. Vásquez, quien parece estar en camino a convertirse en algo así como “El
iconoclasta de la narrativa peruana actual”. Reafirmamos nuestra hipótesis en
el sentido de que “El árbol” testimonia una obstinada y valiente decisión de
originalidad narrativa. Exploraciones textuales más profundas y más autorizadas
quedan ya para ulteriores momentos y para lectores -como diría Scorza- más
zahoríes.
Concluyamos diciendo que “El árbol” muestra una
respetable y valiosa capacidad de fabulación, y un lenguaje con identidad
propia, que revela tiempo y trajín en el oficio. Congratulaciones a Miuler
Vásquez González. Aplaudamos este brillante esfuerzo y vaticinemos nuevas y aún
más sorprendentes novelas (¿o antinovelas…?). Como fuere, que al árbol
miuleriano, se sumen muchos más. Para que surja, como dijo Heraud, “un bosque
de latidos y esperanzas”.
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PEDRO MANAY SÁENZ, nació en San Antonio de Licupís,
Chota, Perú, 1965. Es poeta, narrador, comentarista y crítico de fina
percepción estética, pero ante todo maestro de Lengua y Literatura egresado del
I.S.P.P. “Sagrado Corazón de Jesús”—Chiclayo. Ha publicado, en poesía: “En
busca de un oasis”, “La aurora boreal”, “Un lugar para el corazón”, “Nostalgia”.
En narrativa tiene los títulos “La historia de Urano”, “Los monólogos de Ofir”,
“El chasqui”, entre otros.
Qué bonito!!
ResponderEliminarFormidable!!
ResponderEliminarHermosooo
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